miércoles, 25 de junio de 2014

Corpus en El Gastor

El Gastor —la antigua Puebla de Castores— es uno de los pueblos blancos de la Sierra de Cádiz, casi tocando ya la provincia de Málaga. Se desparrama en las laderas del pico Tajo Algarín, de más de mil metros de altura. El día del Corpus amenace con sus balcones adornados con colchas de croché, sus calles cubiertas de juncias cortadas la tarde anterior en las riberas del pantano de Zahara de la Sierra, y las fachadas de las casas tapizadas con ramas de chopo, adelfas, eucaliptos y hasta de higueras con brevas verdes. Incluso hay calles cubiertas con una techumbre de palmas que tamizan la intensa luz de junio. Recuerdo que en Ceuta se cubrían las calles con helechos cortados de García Aldabe, el monte que linda con la frontera de Marruecos. Iban hasta allí arriba camiones con personal municipal y los cortaban el día anterior. Tenía un olor especial el Corpus de Ceuta… En el Gastor no hay helechos, hay juncias, y el aroma es distinto, pero igualmente embriagador.

Hay un señor mayor en el quicio de su puerta. La fachada de su casa queda tapizada con ramas de chopos jóvenes. Reparte el hombre ramitos de poleo y tomillo. No sabría decir cuál de los aromas me seduce más. Esos olores me recuerdan a mi padre. A Miguelín le encantaba recorrer los caminos de la Sierra de Cazorla, con su hermano Chico, para recoger poleo silvestre, tomillo, orégano y manzanilla… cuando todo eso se podía hacer. Hacían ramilletes y los secaban al sol. Tenían material para dar y regalar, y para las infusiones de todo el invierno. Él me contó que su abuelo Salvador, en cierta ocasión, cuando era suboficial en la guerra de Marruecos, entre una y otra escaramuza, le preparó una infusión de poleo silvestre a un capitán que le dolía la tripa. Era un capitán pequeñito y de voz aflautada, que con el tiempo se convertiría en el Caudillo de todos los pañoles, quisieran o no.
Sí, el poleo evoca a mi padre y a la Sierra de Cazorla. Y me recuerda a mis hijos pequeños recorriendo aquellos senderos buscando culebras, lagartos, madrigueras y pozas de aguas cristalinas. Álvaro tuvo un sueño de juventud, quería montar una plantación de tomillo con un colega que sabía mucho de tomillo, simplemente porque había hecho su tesis doctoral precisamente sobre el tomillo. Incluso mi amigo Juan Ramón estaba dispuesto a prestarles un buen trozo de tierra para la experiencia… Pero la vida da muchas vueltas y los sueños, sueños son.

En una de las calles de paredes encaladas de El Gastor han colocado, a modo de museo al aire libre, una colección de fotos antiguas. Rememoran la tradición y las imágenes muestran cómo todos los años, por el Corpus, la gente del pueblo se implica en una sana competencia para engalanar su trozo de calle y sus fachadas. Cada vecino sale la víspera al campo para traer brazadas enormes de ramas con las que tapizan su parte. Primero con animales, luego con carros y finalmente, en los años 60, con los primeros coches que llegaron al pueblo. Resulta encantador ese museo al aire libre que demuestra la implicación espontánea de la gente. La sencilla tarea que supone tapizar el pueblo de verdor. Es una fiesta propia de la gente. Que surge espontáneamente, (supongo que) sin la dirección de ninguna autoridad política. Admirable. La gente viste sus mejores galas para participar en la procesión. Acompañan a los niños que han hecho su primera comunión. Satisfacción en las caras, el orgullo cuando le dices lo bonito que está su pueblo…

Hay en El Gastor un antiguo molino de aceite reconvertido en mesón. Repartían graciosamente jamón y gazpacho. Una degustación perfecta para ser mediodía. Cinco vasos de gazpacho, uno detrás de otro, sin pausa, entran sin darse uno cuenta… Pero cuando reposan y colman. ¡Madre mía, cuando reposan!

Ya no está uno para tales excesos.




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