viernes, 23 de agosto de 2019

El viejo que bebía sorbitos de coñac



Recuerdo que encontramos al viejo en la cantina de Regulares, por la Loma larga, cerca de un lugar que los propios soldados llamaban la Pista de Aplicación. Entonces los montes de Ceuta estaban cubiertos por un bosque mediterráneo de pinos y chicharras, espeso y aromático, lleno de romero, tomillo, orégano, poleo, alhucema… hoy lo han incendiado varias veces y todos hemos perdido otra pequeña isla de naturaleza. Nuestra acampada estaba en ese bosque, al raso, sin tiendas de campaña. Dormíamos —o lo que fuera— entre la floresta, cerca de un claro que tenía de largo lo que alcanzaba una flecha disparada por Cóico, que era el más hábil de todos nosotros.

El borrado. Autor anónimo.
La Pista de Aplicación era un lugar divertidísimo, lleno de obstáculos hechos con troncos de árboles colocados de distintas maneras para que los soldados los superaran en el menor tiempo posible. En cierto modo recordaba una pista ecuestre, pero aquí los que superaban los obstáculos eran legionarios y regulares. Atravesar todos aquellos obstáculos era para nosotros un reto divertidísimo.

Recuerdo que por allí había un carro de combate que debía ser de la primera guerra mundial, oxidado y muy malparado… y recuerdo a una dulce chica de pelo castaño con la que estuve explorando el interior del tanque. Eso lo recuerdo muy bien…

Y junto a la Pista de Aplicación, bajo un chambao estaba la cantina donde la muchachada sudorosa se nutría a base de gigantescos bocadillos de sardinas en aceite que luego asentaban con lingotazos de coñac. Allí estaba el viejo, siempre en el mismo rincón, sentado en el borde de un taburete, delante de una copa de coñac que bebía a minúsculos sorbos, aspirando aire al mismo tiempo, como si fuera sopa caliente.

Al viejo se le iluminaban los ojos cuando nos veía entrar, y no nos perdía de vista. Nuestras camisas azules de falange, las flechas en el haz, la boina roja de los tradicionalistas prendida en la hombrera, la bulliciosa alegría de la juventud, que nada nos cansaba y siempre había una ocasión para la carcajada… todo eso encandilaba al viejo, que nos miraba extasiado, sin perder detalle de nuestras payasadas.

Fernando Aguilar había intentado hilar conversación con el hombre, pero el viejo se limitaba a afirmar con la cabeza y sonreír. No parecía que entendiera nada y no decía nada. Fue Eusebio, el cantinero que vivía por la Puntilla, el que nos contó algunos detalles del cojo Marcial, que así le llamaban. Había estado en la División Azul con apenas 18 años, por eso se pone así cuando os ve, por las camisas azules, dijo. Le habían herido en una pierna en no se sabía que escaramuza, y desde entonces arrastraba el apodo. Luego estuvo prisionero en un campo de concentración ruso, pero el Caudillo se lo trajo de vuelta. Tenía una pensión vitalicia y una medalla por sufrimientos a la Patria… Duerme ahí abajo, nos contó Eusebio, donde la huerta de Adriano, que le tiene el hombre preparado un tapaíllo para él. Pero hay días que me lo encuentro por la mañana detrás del mostrador. El capellán del destacamento o el propio cantinero le traían ropa de vez en cuando.

Y allí liquidaba su vida el cojo Marcial, en el chambao de Eusebio, bebiendo coñac a pequeños sorbos, como si fuera sopa caliente, y comiendo los restos del rancho que le arrimaba todos los días un cabo de Regulares. No había más en esa vida. No pedía nada el viejo, no esperaba nada y tal vez ni siquiera fuera consciente de que vivía de la buena voluntad de los que tenía cerca.

Y a pesar de la profunda tristeza que me provocaba ese hombre, absolutamente solo, con su vida vacía, sin sentido, sin estímulos, anclada en un pasado siniestro… jamás en los cincuenta años que han pasado desde entonces, he olvidado lo feliz que era cuando nos veía llegar vestidos con la camisa azul de esa falange tardía que viví…

Ahora pienso —quién me lo iba a decir— que, aunque solo fuese por eso, mereció la pena vestir ese trapo.

martes, 20 de agosto de 2019

Estamos locos




Dijo que se llamaba Clemencio. Andaba el hombre por los alrededores de una ermita gallega que se levantaba a la vista del cañón del río Sil. No recuerdo exactamente qué ermita era, hay por allí tantos caminos, sendas, conventos, eremitorios y ermitas que pronto perdí la cuenta de lugares y nombres. Sí recuerdo que no hacía mucho tiempo, alguien sin entrañas y amante de lo ajeno había robado una pequeña talla medieval de granito, la que llenaba la hornacina del pórtico de la pequeña ermita. Por eso derivamos hasta allí, para ver ese sitio tan remoto y tan efímeramente famoso. Entonces era muy sencillo robar estas cosas. Simplemente se encargaba a las personas adecuadas y se hacía. No había vigilancia ni medidas disuasorias, y de esa manera los ricachones sin escrúpulos podían acaparar en su salón una valiosa talla de la Galicia más profunda. Y así hemos perdido un valiosísimo patrimonio histórico rural que debe estar en manos privadas y depravadas.


Clemencio llevaba una boina negra. Calzaba botas de agua manchadas de barro, también negras. Y bajo el brazo, como parte integrante de su ser norteño, portaba un paraguas bastante viejo. Era un gallego profundo que después de un tibio saludo, cuando el hombre descubrió que teníamos oídos para él, se dejó ir… Se che gusta escoitar, estou encantado, dijo. El gusto es nuestro, dijimos, y entonces nos contó mil cosas de las que solo recuerdo una.

Dijo que huyó a Venezuela después del Alzamiento, el de Franco y los moros, y que regresó a la aldea cuando sus padres ya eran demasiado mayores… Agora as cousas non están tan mal, melloraron moito, decía. Mejoraron porque ahora vivía de la subvención que le pagaba la Unión Europea por tener cuatro vacas lecheras… pero, ollo, rapaz, só por telas vivas. No para producir leche, terneros o carne, no. Sólo por tenerlas vivas le pagaban lo suficiente para vivir. E como na vila non hai onde gastar, pues eso…

Cuando Clemencio volvió a la aldea, su cuñada ordeñaba todos los días las vacas de su padre. Luego tiraba directamente la leche a la calle, y se formaba un regato blanco que tardaba un cuarto de hora en remansarse y llenarse de moscas… ¡Pero muller, como o botas isto! Podemos facer queixo. La cuñada le debió mirar sin la menor intención de discutir, y le dejó hacer los quesos que decía.

Clemencio fabricó unos quesos gallegos que no podía vender porque no cumplía las condiciones mínimas de salubridad, y los de la Xunta siempre andaban mirando por aquí y por allí. Las cosas eran ahora así de raras, toda su vida haciendo quesos como los hacía su abuelo y ahora todos te din como tes que facer as cousas, non o entendo… Los comía para desayunar, para comer y para cenar. Regaló quesos a todos los vecinos de la aldea, a todos los familiares que le visitaban, y llenó las estanterías de su casa y de la vaqueriza… y cuando ya no tuvo más espacio para almacenar quesos, comenzó a tirar la leche recién ordeñada directamente a la calle, y se formaban aquellos regatos blancos que tardaban un cuarto de hora en remansarse y llenarse de moscas… talmente como hacía su cuñada.

Le dijimos a Clemencio que nosotros tampoco lo entendíamos. Por suposto, estamos tolas de empatar, dijo mirando al frente y negando con la cabeza.

Sí, locos de atar y corriendo hacia el precipicio con los ojos tapados… ¡Maricón el último!


miércoles, 7 de agosto de 2019

Partidos mutantes



Siempre me interesó el parecido entre los procesos físico-químicos y los movimientos sociales. Por muy aleatorio que parezca el comportamiento humano, a veces, el microcosmos explica el macrocosmos de los hombres. La permeabilidad de las fronteras nacionales, por ejemplo, —por muchas concertinas y muros que se interpongan— se podría explicar como el intercambio osmótico entre los dos lados de una membrana o mejor, como la interfase que separa los estados de la materia… La interfase, ese extraño lugar, con leyes expresas, que separa el agua-líquido del agua-gas. El tránsito de un estado a otro, y el equilibrio que se establece para cada conjunto de parámetros, es una situación tan lógica como fascinante. Aplicar esa lógica a los hombres también es fascinante. Una frontera entre países es esa superficie singular que no separa, sino que establece las condiciones de un tránsito inevitable… y no hay fuerza en el universo que impida el intercambio.



Por otro lado, los biólogos y antropólogos han explicado ampliamente la extrapolación entre las leyes de las comunidades cazadoras-recolectoras del paleolítico con las sociedades actuales. Cada comportamiento del humano moderno, y cada parámetro cultural, tiene un antecedente en el cazador/a, en la sociedad tribal y en la lucha por la conquista del liderazgo… pero, sobre todas estas cuestiones, aplicar el darwinismo a la sociedad actual me parece un ejercicio de comprensión fascinante.

El neoliberalismo, y su sacrosanta libertad de los mercados, es un claro ejemplo del darwinismo social que plantean. Con este concepto de sociedad se establece una lucha salvaje por la supervivencia. Sobrevive el que más vende… y no importa qué cosa venda, ni si es sostenible la producción y venta —tampoco importa si hay explotación esclavista en el proceso— mientras los beneficios sean superiores al año anterior. Y el que no se adapte a esto se extingue. Y si paramos de producir y consumir, el sistema se colapsa y nos caemos de la bicicleta porque habremos dejado de pedalear. La sociedad neoliberal tiende a la extinción del planeta y del Estado, entendido Estado como el garante de las personas que no se pueden integrar en esta dinámica y quedan huérfanas de atención —es decir, son personas que quedan desatendidas por la privatización de TODOS los servicios públicos que debería ofrecer el Estado y que las políticas neoliberales fagocitan para beneficio de unos pocos—. Porque, recordemos, en una sociedad neoliberal, no todos están llamados al bienestar; muchos, medran con las migajas que esparcen los acumuladores de capital, y la inmensa mayoría, simplemente, no caben en este sistema. Sobran y estorban. El neoliberalismo no es un buen sistema para la felicidad de la gente. Habría que cambiar de paradigma, pero yo no sé cómo se hace eso… no sé, tal vez sembrando gota a gota en la conciencia colectiva la necesidad de sustituir la libertad de los mercados por los Derechos Humanos como el eje que mueva el mundo… Tal vez.

Todo lo anterior viene a cuento de la mutación del PSOE, y su capacidad de adaptación al medio, para sobrevivir 140 años (que describe Julio Armesto en un artículo para saltodiario.com titulado Unidas Podemos debe ser destruido). Y, es verdad, hay que reconocerlo. Posiblemente sólo la Iglesia Católica supere al PSOE en la habilidad camaleónica para aparecer como solución de una cosa y la contraria. Describe Armesto la mutación progresiva del PSOE, desde un partido abiertamente revolucionario y marxista, a socialista, socialdemócrata, socioliberal y ahora parece ser un partido liberal de cosmética progresista. Es decir, hoy seria un obediente gestor de lo que hay, pero no un transformador de la realidad neoliberal que nos envuelve.

Sí, ha realizado el PSOE un buen ejercicio de adaptación al medio social y político de cada época. Todos los partidos políticos deben hacerlo si quieren sobrevivir en el tiempo. Y para eso tienen que ser populistas —extraído de este concepto toda carga peyorativa—, es decir, abandonar parte de sus principios y estrategias para alcanzar el poder, y adoptar lo que piden las movimientos populares de cada tiempo. En ese sentido el PSOE también se mimetiza con lo que la gente pide mayoritariamente y por tanto es tan populista como PP, VOX o C’s (que mutan en cada campaña electoral según las circunstancias). Por eso los socialistas pecan de incongruencia cuando tachan de populistas a Unidas Podemos, porque esta coalición tiene unas precisas características izquierdistas desde sus cercanos inicios.  Tan cercanos en el tiempo, que UP sólo ha tenido tiempo material para mutar y adaptar su estética y sus estrategias, pero no sus contenidos… aunque todo se andará. Tranquilos. Todo es cuestión de tiempo.

La probabilidad de sobrevivir que tienen las especies —y los partidos políticos también— aumenta significativamente si pueden exterminar a la especie que le disputa el mismo nicho ecológico… en este caso, el mismo voto. Por eso, si el PSOE quiere seguir medrando en la política española, deberá extinguir a los partidos que surjan a su izquierda. ¿Cómo? Eso da exactamente igual… con buenas o malas artes. Fagocitando a Unidas Podemos en un gobierno de coalición estética, ignorándolo en el relato de los hechos, engañando o manipulando a la opinión pública en su beneficio, provocando las contradicciones de Unidas Podemos hasta su implosión, etc. El caso es utilizar adecuadamente los mecanismos que generan y manipulan la opinión pública, y determinan el voto preciso. Y a cambio de tales servicios, el partido de turno -PSOE en este caso- una vez conquistado el poder político, abonará lo convenido a los agentes que diseñan la opinión. Todo por la supervivencia del partido, como cualquier especie.


Sin embargo, pese a todo lo que parezca, los ciudadanos adecuadamente informados, siempre podremos decir la última palabra que nos susurren al oído. ¿O no?