lunes, 20 de noviembre de 2017

Nos abrazamos al pie del arbolito

El sol mañanero entra hasta la cocina. Pero a nadie parece importarle la enorme luminosidad del sol… porque todas las luces de la cafetería siguen encendidas. Todas. No lo entiendo.

La perrita, paciente, espera ahí afuera, amarrada a un arbolito, a que termine mi desayuno. No deja de mirar hacia la puerta, y creo que me vislumbra a través del ventanal. Un joven, rapada la cabeza al cero, pide un manchado en la barra y a continuación se va al servicio. Pasa por la calle un señor de mediana edad, barrigón, hablando por teléfono. Gesticula. Suena la cafetera calentando el cazo de la leche. Un abuelo se lleva tres barras de pan. Una de las camareras comenta en voz alta con su compañera no sé qué cosa de su turno, y acaba la frase con un ¡cohone, joé! Es mona la chica —y más lo sería si alegrara esa cara—, pero desilusiona oírle decir eso. No le pega ese lenguaje… Pero ahí está.

Las dudas del escritor / (www.librup.com)

Hoy no tengo que ir a la Residencia. María ya no está, ni me espera, ni se la espera. Recuerdo su última foto. Recuerdo las palabras de mi compadre Carlos y me da una punzada en la garganta. La perrita se llama Boro-Boro y me espera amarrada al arbolito. Seguro que es feliz cuando me vea aparecer por la puerta. Es tan sencillo hacerla feliz. Creo que su mundo se reduce a eso, a complacerme. A María le pasaba lo mismo, que vivía para complacer a su pequeña Marisol… y luego, en sus últimos meses, vivía para sonreír cuando nos veía aparecer por la puerta de la Residencia. Era tan sencillo hacerla feliz.

Pero no sé… los hombres no solemos hacer eso, complacernos los unos a los otros. Somos más competidores que colaboradores. Solo es cuestión de tiempo que aparezcan las competiciones entre los grupos humanos, y con las competiciones terminan formándose ganadores y derrotados. Y luego, surgen humillaciones y venganzas. Casi siempre es así. Yo no sé si tenemos remedio. No sé si la condición humana puede modificarse.

Un cliente le cuenta no sé qué cosa a una de las camareras. Se lo cuenta a voces, como es costumbre por aquí, que buscan de esa forma tan escandalosa que intervengas y des tu opinión, aunque sea con un gesto. No me gusta esta cosa nuestra de hablar a voces, que a veces gritamos tanto que ni me oigo a mí mismo.

Pasa un camión lleno de escombros, un vehículo de parques y jardines del ayuntamiento y un autobús urbano se detiene en la parada de enfrente. Llegan dos chicos en bicicleta. Mediada la treintena, con la vida entera por delante. Bien parecidos son. Enfundados en bufandas y gorros de lana. ¡Raro! No miran los móviles, de hecho ni los sacan de los bolsillos. No sonríen demasiado. Desayunan con pequeñas frases. No les oigo. Luego se marchan… porque la vida, sea la que sea, sigue pese a todo y pese a todos.

La perrita tiembla de emoción cuando me ve aparecer por la puerta. Salta y gime de placer. Nos abrazamos al pie del arbolito. Me lame la nariz… es tan fácil provocar pequeños momentos de felicidad, ¿verdad?

viernes, 17 de noviembre de 2017

Crecían chimeneas en lugar de iglesias


El coche alcanzó la colina y abajo apareció Tarrasa en tonos rojizos y negros. Era el año 1969, por entonces Lleida era Lérida y a Terrassa le decíamos Tarrasa. Me pareció una ciudad profundamente fea (y pasado un tiempo también la percibí deprimente). La inmensa mayoría de las edificaciones se me antojaron inacabadas, con las paredes exteriores de ladrillos rojos. Las dejaban así, sin rematar y sin pintar de blanco, que es como servidor entendía las paredes: encaladas, como se ha hecho toda la vida…


Fuente: http://www.terrasaenlamira.com/

…pero no estábamos en el Sur, donde conviene que las paredes sean blancas por aquello de reflejar las calenturas del sol. Tal cosa no era importante ni hacía falta en esta ciudad de Cataluña (que en ese tiempo se escribía así, con eñe). El otro detalle que me impactó de la ciudad fueron las innumerables chimeneas de ladrillo rojo que crecían por todas partes. Eran atalayas humeantes, altas y delgadas, que salpicaban el paisaje. Crecían chimeneas en Terrassa como en Écija se elevan los campanarios de cuarenta iglesias… Era evidente que estábamos en un país totalmente distinto. ¡Ya quisiéramos en el Sur algunas de aquellas chimeneas en lugar de campanarios! Pero eso lo comprendí mucho más tarde, cuando amanecí a la conciencia política…

¡Qué insulsa me pareció Terrassa! Nadie ponía flores en las terrazas, ni en los balcones, ni en los patios… entre otras cosas porque no se veían patios. Allí la cultura andalusí no había dejado ni su estética ni su tradición, y las casas y las calles no tenían nada que ver con las del Sur… tampoco impregnaron el carácter de la gente, eso tampoco. Era un país en el que las paredes de las calles estaban tapizadas de hollín industrial, que si te rozabas con ellas salías manchado de negro. ¡Qué distinta de las paredes refulgentes de Andalucía! …no t’arrime a la paré que te va llená de cá…

Al principio fue el choque estético lo que más me sorprendió. Diecisiete años viviendo en Ceuta, allá por el norte de África, donde todo era profundamente español y sureño, y la sociedad se rebozaba en un poso colonial donde mandaban los peninsulares y obedecían los moros; y donde los judíos y los hindúes ponían la laboriosidad y sus buenos dineros. En Ceuta me enseñaron —y les creí— que España era Una, Grande y Libre… pero en Terrassa aprendí en poco tiempo que lliure es un concepto que se conquista a fuer de quererlo, que no se regala, ni se aprende por mucho que lo leas  en un libro de Formación del Espíritu Nacional. Lo entendí allí.

En Terrassa asistí a mis últimas misas como creyente y las oí en catalán. Y fui centro de atención cuando iba con los amigos de mi prima Merche, una preciosa catalana que siempre tuvo su corazón en Ceuta. En esas reuniones, cuando catalanes y charnegos se enteraban de mi procedencia africana, me cosían a preguntas… que catetos eran, no sabían nada de mí mundo y algunos pensaban que había leones por las calles de Ceuta. Me hice un poco científico estudiando ingeniería química y comencé a intentar razonar la vida. Leí muchos libros y escribí carteles que reivindicaban los derechos humanos en un cuartucho de la Escuela de Ingenieros. Corté el tráfico junto a los compañeros de Comisiones Obreras y preparé asambleas en una parroquia de Can Anglada mientras otros vigilaban las esquinas por si venía la policía. Conocí a Mas y a Gual, y a Rico también, que con el tiempo los vi en la tele convertidos en dirigentes políticos. Me empapé de lucha obrera leyendo los panfletos clandestinos que cada mañana tapizaba la parada del autobús. En esos años se luchaba por la recuperación de las libertades democráticas de la gente. Estaba claro que Franco era el enemigo y eso ayudaba a que todos nos uniéramos en la misma lucha, cada uno a su manera. No conocí las aspiraciones nacionalistas catalanas y aún menos las independentistas. No eran visibles, aunque imagino que permanecía latente en reductos más profundos de la lucha política. Por esos años escuché a Tete Montoliú en el Jazz Cava de Terrassa, un tugurio lleno de humo y música; y conocí a un joven y melenudo Lluís Llach que ya cantaba L’astaca… Lluis era amigo de mi prima Merche.

Pero fui un extraño en tierra extraña. Me sentía más confortado en un grupo de colombianos que estudiaban en la Escuela de Ingenieros que con mis compañeros catalanes. Uno de aquellos, Ventura se llamaba, dejó embarazada a una chica y huyó de la noche a la mañana a su país. Que, por cierto, de vez en cuando le llegaba a alguno de ellos un baúl procedente Cali con comida, café, panelas y paquetes de marihuana. ¡Yo no sé cómo pasaba eso por la aduana! Y eran generosos aquellos colombianos. El primer canuto lo fumé en mi habitación, con intención antropológica… inolvidable la primera experiencia.

En Terrassa, ese pueblo tan distinto a los del Sur, experimenté una soledad que dolía físicamente. Aprendí a pasear mirando mil veces los mismos escaparates, a entrar mil veces en la misma librería para mirar mil veces los mismos libros, un día tras otro. Cierto que me rodeaba de gente, que conocí a Nuri, a Pilar y a otra chica cuyo padre me asesinaba con la mirada… cierto que estuve comprometido con ideas y compartiendo tareas, pero radicalmente solo.

Y después de cuatro años, a medio terminar una ingeniería industrial, me despedí de cuatro amigos. No hubo más. Y volví al Sur. Y entre las cosas que me traje aprendidas, estaba el convencimiento de que Cataluña es una nación como lo es Francia o Portugal, y que los propios catalanes —aunque muchos resulten profundamente antipáticos y arrogantes— son los que tienen que gobernarla.

martes, 14 de noviembre de 2017

En los museos de la Isla


Miguel Ángel López Moreno
Lcdo. en Ciencias Químicas e investigador

En la última jornada de los XX Encuentros de Historia y Arqueología de San Fernando, visitamos los museos de la ciudad, el Naval y el Municipal. Y la tarde anterior, con muy buen criterio, nos dejó dicho Diego Moreno (enlace al artículo de Diego) qué cosa debe ser un museo, su definición; cómo, qué, por qué y con qué intención exponer las cosas… habló de cómo la luz que baña los objetos resalta un matiz u otro, de los parámetros que debe cumplir el edificio para comodidad de las personas, etc., etc., etc. Y es verdad lo que concluyó, que el museo, más que objetos inanimados, debe ofrecer historias…

…pero no deberían ser historias cristalizadas, estáticas, hieráticas, sino todo lo contrario, las historias deberían fluir del museo, como si éste fuera un ser viviente, y empapar al que se adentra en las salas.



Entonces, de lo aprendido en las palabras de Diego y de la visita me surge una cuestión: ¿Y si los grandes museos no alcanzaran a ofrecer historias y sólo llegaran a entregar información? —entendida información como un conjunto de datos que conforman un mensaje capaz de cambiar el conocimiento del sujeto que la recibe—. Planteo esto porque la información difícilmente es neutral y, además, es fundamental para asentar el conocimiento en cada uno de nosotros. La información puede y suele estar impregnada, en mayor o menor medida, de ideología y, por tanto, el museo (en cuanto que es transmisor de información) se podría convertir en una herramienta al servicio del poder dominante, como puede serlo cualquier medio que difunda información.

Porque la información que emana de un museo es poderosa y es creíble. Y lo es porque se le supone planteada con rigor científico… por tanto, es un tipo de información que también es capaz cambiar nuestro conocimiento de la historia y de alterar los juicios de valor que usamos para interpretar la realidad. Es decir, la información, llegue de donde llegue, puede modificar para bien o para mal nuestra forma de percibir la sociedad y con ello nuestra forma de interrelación con los demás. 

O sea. Un museo podría ensalzar solapadamente una raza y denigrar otra, o podría recordar a unos héroes y olvidar a otros héroes. Un museo podría sobrevalorar una cultura sobre otras. Un museo podría silenciar derrotas históricas y convertir escaramuzas en grandes victorias. Un museo podría contribuir a diseñar una historia para un pueblo necesitado de historia. Un museo podría tener la tentación de atribuir la identidad política actual a los primeros pobladores de un territorio… etc., etc., etc.

Es poderosa la información, sobre todo si pasa desapercibido ese poder… pero no sé, necesitaría escuchar a gente que sepa de estas cosas.


Al menos sirvan estos párrafos como ejercicio de reflexión.

viernes, 3 de noviembre de 2017

Amaneció el 28 de octubre


Pues no sé… No sé qué habrá pasado cuando estas líneas salgan a la luz, pero el día siguiente amaneció luminoso y todo parecía apacible en este Sur. Seguramente muchos o pocos catalanes se sintieron independientes y felices esa primera mañana, y puede que otros pocos o muchos estuvieran asustados… pero por aquí abajo aparentemente todo seguía igual. Nada hacía presagiar que fuese un día histórico, de esos que todo el mundo recuerda después de muchos años. El sol salió por el este, que es lo suyo. El mirlo que se posa en el balcón del vecino canturreaba como todas las mañanas. Las hojas de la palmera tiraban ese día más bien para poniente, y eso era buena señal. Boro-Boro meó sobre el césped, pero no largó y apenas se interesó por el nido de ratas que inspecciona cada mañana… últimamente estaba la perrita cambiando los hábitos. Sería que barruntaba la intranquilidad de su abuelo humano. No sé qué más contar… que las chumberas seguían plagadas de cochinilla y no terminaban de recuperarse. Que las retamas apenas sobrevivían a la pertinaz sequía… que me suena eso a tiempos de don Francisco, Caudillo de todos los españoles, quisieran o no. En fin.



Pues eso, que tal día amanecieron independientes… o lo que sea. Y mi compi de la vida andaba ella con una bronquitis que cuando tosía se volvía del revés. Tenía mala cara mi compi de la vida ese día, y estaba jartita de políticos y de independencia. Su prima la llamó desde Pontevedra, que aún olía a humo su casa, dijo, y que habían venido los primos de Madriz a pasar unos días, y que los jodidos madrileños se reían de su acento de meiga. ¡Pues qué acento voy a tener, que parecen parvos!, decía. Pero tenía mal cuerpo mi compi y no le apetecía seguir las bromas. La puñetera sólo se animaba cuando planteaban en la tele lo del Barça y la liga española… que cómo va a ser eso de un equipo extranjero jugando en la liga de otro país. Se reía entre tos y tos como se reía Pulgoso, aquel perro de dibujos animados. No sé si me explico…

…esa mañana del 28 de octubre, en la que los catalanes (incluidos mis primas y mi amigo Trasto) se levantaban indepes o lo que fuera, que no sabe uno, tenía servidor un hijo volando desde Chile a Europa. Una nuera y dos nietos en Copenhage, incrustados ellos en una sociedad nórdica, extraña, pero correcta y leal. El pequeño ni habla español ni habla danés, habla una cosa que sólo entiende su hermana y traductora. Tenía servidor otro hijo que salía de viaje en dirección a Mérida, donde le esperaba su compi de aventuras y de la vida. Y luego seguiría viaje hacia un pueblecito de Málaga, para hacer una entrevista de trabajo con un señor venido de Alemania y afincado en esa Andalucía profunda… ¡cómo y porqué acaba la gente de un sitio en otro sitio! A su vez, su compi de aventuras viajaría a Valencia cada dos semanas para hacer un máster de cirugía veterinaria, que dice que hay un profe argentino que es la repera en su campo. No sé… me parecía que el mundo, incluso el pequeño mundo que me rodea, era una amplia cancha para moverse sin límites, para hablar y vivir la vida abiertamente. Me parecía que atribuir a las personas más o menos derechos y deberes, por ser y estar en una geografía determinada, era una estupidez así de grande.

Cuando paseaba esa mañana con Boro-Boro lo veía claro… el mundo seguía su curso impertérrito, como si lo de Catalunya y España fuera lo que es, algo insignificante comparado con las aspiraciones de cada persona. Lo realmente valioso es conquistar pequeños picos de felicidad, para uno mismo y para los que te rodean. En el fondo creo recordar que se trataba de eso, de buscar la felicidad de la gente, no de complicar la existencia al personal. Y se nos olvida de lunes a domingo…