lunes, 5 de febrero de 2018

Un viejo violín de estudio


Miguel Blanco Ferrer fue maestro de primera enseñanza en San Fernando (Cádiz) y tenía todas las papeletas para que le tocara el macabro sorteo. Y le tocó. Maestro republicano entre una horda de fascistas. Pastor evangélico en mitad de una Cruzada de liberación nacional-católica. Masón en un tiempo de bárbaros iletrados marcando la legalidad. Y presidente de Acción Republicana, uno de los partidos políticos que componían el Frente Popular que gobernaba la ciudad. Miguel tenía todos atributos que abominaban los militares, curas y fascistas que se levantaron contra la II República española el 18 de julio de 1936.



Ese mismo día lo apresaron. Las compañías de Infantería de Marina, tropas de marinería y grupos de falangistas, apenas habían tomado militarmente la ciudad. Los saqueos en las sedes de partidos políticos, sindicatos y logias masónicas aún no habían concluido. Cuando nadie en la ciudad tenía claro qué demonios estaba pasando… Miguel ya era preso. Años más tarde lo explicaban los represores con ese desparpajo que proporciona saberse impunes y amparados por los cómplices de la misma fechoría. Decían de él, como para justificar su asesinato, que «…era incansable propagandista de toda idea revolucionaria, extremista y anticlerical. Fue detenido el 18 de julio de 1936, y por sus antecedentes se le aplicó el Bando de Guerra…».

Sí. Se le aplicó el Bando de Guerra, y ya sabemos qué significa eso, que le arrancaron la vida a balazos…  no porque empuñara la palabra contra el infame movimiento. Tampoco por actos ni por hechos cometidos contra la Gloriosa Cruzada Nacional —no tuvo tiempo material para oponerse de forma activa—. Lo mataron porque fue maestro, evangélico, masón y republicano, en un tiempo en el que ser todo eso era legítimo, legal y normal. A nadie engañan ya, los criminales fueron ellos, los que se alzaron en armas contra la legalidad democrática. Lo asesinaron con la estética de un fusilamiento, pero no hubo sumario, ni paripé de juicio, ni nada parecido. Lo silenciaron por lo que Miguel significaba, y porque su sola existencia ponía en evidencia la barbarie de los Manzorro, Isasi, Fossi y demás salvajes, que convirtieron este pueblo en un cementerio de muertos en vida.

Su madre lo visitaba todos los días en el Penal de la Casería de Osio, hasta que una mañana de septiembre le dijeron que no volviera: su hijo ya no está aquí, señora. Las mismas palabras que escucharon cientos de madres y viudas en ese tiempo. Miguel tenía entonces treinta y dos años. Lo habían sacado del Penal en la madrugada del 10 de septiembre de 1936, junto a once presos más. Los subieron en un camión y a todos ellos fusilaron a las cinco de la mañana, junto al muro oeste del cementerio de San Fernando. Un cura quiso bautizarlo y confesarlo, se supone que para franquear su entrada en un dudoso paraíso. Él se negó. Luego arrojaron sus cuerpos, sin cuidado, con el tiro de gracia aún sangrante, en una fosa común de la parte civil. Tal vez los podamos exhumar en poco tiempo (1). Les daremos entonces, a todos ellos, una memoria y una dignidad que sus asesinos quisieron robarles.

Lo que no supieron los represores —no tenían por qué saberlo— es que su madre guardó el violín que Miguel tocaba ocasionalmente. Y lo envolvió primorosamente en un paño, y lo guardó entre su ropa. Y así permaneció todos estos años, en silencio, en la cercanía y apegado a sus llantos, penas y mudanzas. De madre a hija, de hija a sobrina (2). Siempre en silencio y sin encontrar un lugar definitivo. Hasta que ocho décadas después, ya entrado el siglo XXI, Manuel, un sobrino-nieto lo acarició de nuevo…

no es un ejemplar extraordinario, dijo el luthier madrileño. Pero, sí, merecía la pena restaurarlo. Y eso hizo la familia. En lugar de comprar un nuevo instrumento para el joven aficionado, restauraron el de Miguel. Ese viejo violín de estudio, el que según decía la abuela —en voz baja, como se contaban estas cosas— perteneció al hermano que mataron en la guerra. Ese.

Ya hace más de ochenta años que silenciaron a Miguel: «…eliminado en los primeros días del Glorioso Movimiento Nacional…», decían los represores. Y es ahora cuando Manuel —ingeniero, aficionado violinista y sobrino-nieto de aquel maestro republicano—, dos generaciones más tarde, lo hace sonar en la orquesta de la Universidad Autónoma de Madrid y en la Camerata Musicalis

…y no sé. Consuela pensar que los asesinos han fracasado. Reconforta imaginarlo porque a pesar de todos los intentos de criminalizar a hombres como Miguel Blanco Ferrer, y pese al empeño en borrar su memoria y lo que representaban, en una de esas rocambolescas venganzas que ofrece la vida, la historia se revuelve contra el olvido y planta cara a la mentira: los asesinos han fracasado. Y lo han hecho porque, a pesar de sus esfuerzos, siguen vivos los valores que pretendieron exterminar matando a Miguel.

Suenan libres las notas del viejo violín. Hoy las toca el hijo de su sobrina. Y con ellas, vuela la memoria y la dignidad del joven republicano.

¡Salud, amigo!



Nota (1): AMEDE excava y exhuma los cuerpos de la fosa común de San Fernando, con la colaboración del Ayuntamiento de la ciudad, Diputación de Cádiz y Dirección General de la Memoria Democrática de la Junta de Andalucía.

Nota (2): Gracias, Ana María.