Los almendros de
Torre Alta morirán este año. Casi estamos en febrero y no despuntan las flores
bancas. En ninguno de ellos. Han permanecido abandonados durante décadas. Nadie
recogía sus almendras, y nadie podaba sus ramas secas desde que el viejo huerto
se convirtió en un manchón abandonado.
Uno más en la Isla de León. La torre alta y blanca los vio nacer y los está
viendo morir. Demasiado han vivido me parece a mí. Nada parece ser eterno.
Yo los encontré
ahí hace cinco lustros… los almendros no caminan y no deciden cuándo morir. No
pueden. Hace años paseaba entre ellos con el viejo Trufo, y ahora lo hago con
la joven Boro-boro. Todas las mañanas lo hago. A veces encuentro a un señor
sentado en el murete, hurgando el barro de la suela de sus botas con un palito.
Boro-boro siempre le ladra. Para compensar el agravio, yo le saludo… pero nunca contesta.
Hay basura y mil
botellas rotas entre los almendros… se ve que a los jóvenes bebedores nocturnos
—los que se arrejuntan en manada
frente a los almendros— no les importa dejar todo convertido en un estercolero.
Suelo pensar lo mismo cada día, y se lo digo a Boro-boro: estos chicos son idiotas: escupen hacia arriba. Pero levanta las
orejas y pone cara de no entenderme. Tal vez los jóvenes no identifiquen con
claridad quien es el enemigo y la emprenden a botellazos contra el suelo… y
convendría que lo identifiquen pronto, antes de perder la osadía de la
juventud. El problema parece ser que no saben —o no quieren— comprender la
mierda de sociedad que nos han impuesto los poderosos. Y tampoco parecen
conscientes de que son ellos —los que pintan penes en las paredes blancas, los
que beben y rompen las botellas en el suelo— los que tienen que pelear para cambiarla…
si es que quisieran cambiarla, que a lo mejor ya están lo suficientemente adocenados
como para que les guste lo que hay. Que todo es posible cuando te han
convencido de que la felicidad consiste en tomarse una botella de ron con los
colegas y al carajo tó lo demás.
El pasado fin de
semana alguno de esos jóvenes bebedores nocturnos, entre buchito de ron y
caladita de porro, debió tener urgentes problemas de vientre porque dejó su
impronta al pie de uno de los almendros, el más alejado del talud de bloques
donde ellos se adocenan… a Boro-boro le encanta rebozarse en mierda humana. Los
odié a todos cuando la perrita se restregó en las heces. ¡Y ahora qué hago yo contigo!
Un señor mayor
también pasea a su perro entre los almendros que mueren. Coincidimos con
frecuencia en ese manchón, y temo encontrarlo
porque habla demasiado de cosas que no me interesan. Ya soy mayor para soportar
simplezas. Hablar demasiado es la condición sine
qua non para acabar diciendo pamplinas…
…así que mejor será
que calle por hoy.