martes, 23 de enero de 2018

Los almendros morirán este año


Los almendros de Torre Alta morirán este año. Casi estamos en febrero y no despuntan las flores bancas. En ninguno de ellos. Han permanecido abandonados durante décadas. Nadie recogía sus almendras, y nadie podaba sus ramas secas desde que el viejo huerto se convirtió en un manchón abandonado. Uno más en la Isla de León. La torre alta y blanca los vio nacer y los está viendo morir. Demasiado han vivido me parece a mí. Nada parece ser eterno.



Yo los encontré ahí hace cinco lustros… los almendros no caminan y no deciden cuándo morir. No pueden. Hace años paseaba entre ellos con el viejo Trufo, y ahora lo hago con la joven Boro-boro. Todas las mañanas lo hago. A veces encuentro a un señor sentado en el murete, hurgando el barro de la suela de sus botas con un palito. Boro-boro siempre le ladra. Para compensar el agravio, yo le saludo…  pero nunca contesta.

Hay basura y mil botellas rotas entre los almendros… se ve que a los jóvenes bebedores nocturnos —los que se arrejuntan en manada frente a los almendros— no les importa dejar todo convertido en un estercolero. Suelo pensar lo mismo cada día, y se lo digo a Boro-boro: estos chicos son idiotas: escupen hacia arriba. Pero levanta las orejas y pone cara de no entenderme. Tal vez los jóvenes no identifiquen con claridad quien es el enemigo y la emprenden a botellazos contra el suelo… y convendría que lo identifiquen pronto, antes de perder la osadía de la juventud. El problema parece ser que no saben —o no quieren— comprender la mierda de sociedad que nos han impuesto los poderosos. Y tampoco parecen conscientes de que son ellos —los que pintan penes en las paredes blancas, los que beben y rompen las botellas en el suelo— los que tienen que pelear para cambiarla… si es que quisieran cambiarla, que a lo mejor ya están lo suficientemente adocenados como para que les guste lo que hay. Que todo es posible cuando te han convencido de que la felicidad consiste en tomarse una botella de ron con los colegas y al carajo tó lo demás.

El pasado fin de semana alguno de esos jóvenes bebedores nocturnos, entre buchito de ron y caladita de porro, debió tener urgentes problemas de vientre porque dejó su impronta al pie de uno de los almendros, el más alejado del talud de bloques donde ellos se adocenan… a Boro-boro le encanta rebozarse en mierda humana. Los odié a todos cuando la perrita se restregó en las heces. ¡Y ahora qué hago yo contigo!

Un señor mayor también pasea a su perro entre los almendros que mueren. Coincidimos con frecuencia en ese manchón, y temo encontrarlo porque habla demasiado de cosas que no me interesan. Ya soy mayor para soportar simplezas. Hablar demasiado es la condición sine qua non para acabar diciendo pamplinas…


…así que mejor será que calle por hoy.

miércoles, 3 de enero de 2018

Los muertos pertenecen a los pueblos



Están tirados los muertos en la fosa común de San Fernando. Cuentan que Pepito, el descerebrado fascista que daba la última patada a los cuerpos en el borde del boquete, se quedó cojo por hacerlo… como si fuera una venganza bíblica por su perversidad. Pues con venganza o sin ella, cojeando iba a su misa de doce todos los domingos. La posguerra española era así de hipócrita, los hombres de orden iban a esas misas de doce en tropel, a hacerse ver y a recibir la eucaristía de don Recaredo… otro espécimen que tal calaña.

Fosa del franquismo en el cementerio de San Fernando. AMEDE excava y exhuma con la colaboración de la Junta de Andalucía, Diputación de Cádiz y Ayuntamiento de San Fernando.

Pero que no se confundan Pepito y don Recaredo, que estos de la fosa no son sus muertos por mucho que los pateara hasta el fondo, o por mucho que los bendijera antes de morir a balazos con las manos atadas. No, no son sus muertos, son vilezas que mantuvieron ocultas y sepultas bajo cal y zahorra. Que no se confundan ni ellos ni los equidistantes que prefieren no remover el pasado y olvidarlo… porque esa equidistancia supone seguir negando la dignidad a las víctimas asesinadas…

…podemos olvidar muchas cosas, pero una imagen, no. Una imagen no se olvida.

Para los asesinos, los muertos pertenecen a la tierra y al pasado. A los asesinos les gusta que la tierra se los coma, los aprisione y los silencie, que para eso los mataron en el 36 y los escondieron bajo una capa de cal, zahorra y escombros. Para eso, para que no pensaran, para que no hablaran, para que no señalaran la ignominia que cometían los fascistas, y muchos militares y curas de este país. Los mataron para que no respiraran, para hacerlos invisibles, para que los olvidáramos. Los asesinos y sus cómplices, y también los hombres y mujeres que hoy día, después de 80 años, insisten en dejarlos descansar (como si estos muertos hubieran descansado un solo momento desde entonces)… los ciudadanos que hoy dicen que para qué remover el pasado y hurgar en las heridas cerradas, a estos no les gusta que los muertos se asomen desde las fosas abiertas. Seguramente, a muchos, les incomoda verlos porque precisamente, antes que muertos, están observando los crímenes que cometieron personas de una cuerda ideológica que podría ser la suya y se avergüenzan de esa cercanía.

Pero estos muertos que hoy sacamos de las fosas ya no pertenecen a la tierra apelmazada de odio, ya pertenecen a la brisa, a las palabras y a la lluvia. Ya son parte integrante de la memoria colectiva… ni siquiera son únicamente el patrimonio de unos hijos y nietos que han sabido mantener la llama y las fuerzas para rescatarlos del olvido. Son de todos nosotros. Estos muertos pertenecen a la historia que conforma el alma colectiva de los pueblos. Son muertos que nos proporcionan entidad propia y un carácter reconocible como grupo. Su muerte ha servido también para ser el pueblo que somos.

La barbarie fascista española convirtió a estos muertos en substratos de ideas y esponja de sentimientos. Nos apoyamos en ellos. Ahora que ya no están adheridos a la tierra, ahora que los hemos liberado de su presidio, ya pertenecen a las utopías que ellos soñaron. No lo sabían, pero su muerte ha servido para que sus huesos sean enciclopedias abiertas donde escribir sus historias. Para que cada imagen de cada hueso sea la estrofa de una gesta del pueblo. Para que cada imagen de cada hueso tenga el valor pedagógico de un millón de buenos ejemplos, para eso…

…y sólo cuando sean verdadera memoria, descansarán ellos y sus verdugos. No antes.