viernes, 20 de abril de 2018

La ventana de Zahara




Hay una ventana asegurada con un cierro, que así se llaman estos herrajes por el Sur. No es nada feo el cierro. Según lo mires hasta tiene su cosa modernista y todo. Me sorprende verlo aquí, en este pueblecito de pescadores de atunes, un lugar que aún no ha perdido totalmente ni su origen ni su esencia.

Está embutida la ventada entre mil capas de cal de toda la vida. De esa cal que se descascarilla y se comen las embarazadas. Es la cal de nuestras abuelas, la que hacía hervir el agua y había que dejar reposar antes de enlucir la pared con una escobilla.

Pero, no sé… Escapa de la ventana la enorme voz de Ella Fitzgerald, y eso es lo que me hace mirar y percibir un enorme contraste. Se ve que ya no es la morada de un almadrabero de Zahara de los Atunes. Al pescador que allí viviera se le escaparía por la ventana un quejío de los que salen del fondo de un alma dolorida, no estos sones tan alejados de la esencia del Sur. Y tal vez sea eso lo que me sorprende, el contraste. Lo inesperado de la mezcla me hace mirar, detener el paseo… lo amigos se adelantan y quedo plantado delante del cierro. Hipnotizado. Es una ventada bañada de un sol que ciega, aunque sea primavera, y no, no está diseñada para dejar escapar la voz de Ella Fitzgerald. Debe ser la globalización, que arrasa lo singular de cada lugar y lo uniformiza todo.

Sí… la vida está compuesta por un millón de momentos mínimos, aparentemente insignificantes, y nunca podremos saber cuál de ellos nos marcará hasta formar parte de nosotros. Cauterizados estamos frente a las barbaridades que cometen cada día unos hombres contra otros hombres. A fuer de cotidianos, esos momentos terribles, ya no nos movilizan y permanecemos indiferentes…

…pero, sorprendentemente, una sencilla ventana del Sur —rodeada de cal, enmarcada con un cierro que quiere ser modernista, y escapando de ella no un quejío, sino el lamento de Ella Fitzgerald— es capaz de añadirse a la vida como un instante simple, inesperado, irrepetible y, sobre todo, bello.

jueves, 12 de abril de 2018

La gente que no sueña parece incompleta


Estoy cerca de los que se indignan, de los que protestan, de los que se movilizan… aunque yo permanezca callado, me trague la indignación y siga en el sillón esperando que otros hagan el trabajo. Reconozco mi cobardía y reconozco que me han vencido. No soy ejemplo de nada. Lo sé.

Imagen de © Ángel López González

Pero admiro a los que tienen la valentía de intentar cualquier cambio de cualquier aspecto de esta sociedad que han planificado sin nosotros, a nuestras espaldas. Admiro a los que se implican y se arriesgan para construir un mundo algo más justo, aunque sólo sea en el espacio que les rodea.

Estoy cerca de cualquier huelguista que pelea contra los grandes patronos, esos patriotas que deslocalizan empresas porque así son más competitivas y ganan más dinero. Y me niego a aceptar que las leyes del mercado nos gobiernen… porque las cosas deberían estar más cerca del hombre que de los inventos que nos devoran. Me niego a aceptar esa lógica macabra que dirige nuestras vidas —el máximo beneficio privado como motor del mundo—. Creo que habría que identificar ese concepto neoliberal, inequívocamente, como el gran fracaso de la civilización. Como el concepto más tenebroso que hemos inventado los hombres. Tenebroso por la perversa sutileza con que nos han impuesto la imposibilidad de cualquier alternativa. Tenebroso porque, sin saber cómo, hemos aceptado la resignación como única posibilidad… esto es lo que hay, o lo tomas o lo dejas. Y nos han convencido de que buscar la felicidad de la gente es una estupidez propia de ingenuos. Lo han hecho y han tenido éxito.

Yo detesto a la mayoría de los políticos al uso, por su complicidad y porque nos arrastran a la resignación del esto es lo que hay. Porque se embuten de cabeza y de corazón en esa praxis neoliberal como única posibilidad de ser y estar en la modernidad. Prefiero —si los hubiera— a políticos ilusos y utópicos, los que a pesar del devenir del mundo busquen la felicidad de la gente. Los quiero soñadores porque los otros sólo demuestran tener pesadillas y, lo que es peor, nos introducen en ellas, en sus pesadillas, como peones prescindibles… o lo tomas o lo dejas. La gente que no sueña me parece incompleta porque renuncia a la sugerencia de un horizonte mejor… por eso los gobernantes que no sueñan, es decir, los políticos pragmáticos y apegados a la distopía neoliberal, a la política real, son un peligro para la felicidad de la gente.

Prefiero ser ingenuo a estar resignado… es la única forma de seguir vislumbrando un horizonte, una entelequia, una ilusión.