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miércoles, 12 de septiembre de 2018

En Blanco y Negro




El mejor sitio está pasando el puente del río Barbate, junto a unas viejas murallas, camino ya de Zahara de los Atunes. Anita lo sabe porque otras veces le ha ido bien. Y allí se detiene a esperar que algún conductor se apiade. No es que Anita despierte piedad precisamente. Tampoco hace falta que Anita disponga alguna pose al borde de la carretera. Anita es una escultura de ébano forjada en África. Tiene un cuerpo cincelado de sensualidad y todos los hombres de este sur la desean por lo exótico de su rostro y por las ondulaciones que forma su cuerpo. Unos directamente, con descaro; otros en silencio y de reojo.

No sabe Anita si aún pisaba la tierra de Senegal cuando la violaron por primera vez. Fueron cuatro despojos humanos con uniforme, eso sí lo recuerda. Y la última violación ocurrió en Mauritania, en la playa, antes de subir al cayuco. Anita tampoco sabe quién es el padre de su hijo... ni quiere saberlo.

Desconozco el origen de esta imagen

En el otro mundo, Blanca regresa cansada de la  clínica. Blanca es pequeña y del color de un melocotón a medio madurar. La belleza de Blanca es consecuencia de mil razas  mezcladas y de mil años de historia atravesadas de guerras que ahora parecen remansadas. Está embarazada de  cinco meses. Su bebé no sabe la suerte que va a tener.  Conduce un robusto coche blanco y no puede saber que se va a cruzar con Anita. Un segundo antes de que ocurra, ni siquiera ella sabe que va a detenerse pasado el puente sobre el río Barbate, camino ya de Zahara de los Atunes. ¿Por qué no llevar a la chica negra? Se pregunta. ¿Y por qué no? Se responde ella misma.

Anita se asoma por la ventanilla y pregunta que si puede llevarla hasta Zahara. Sonríe con una boca amplia y fresca. Es por allí, dice señalando al frente, hacia la sierra del Retín. Después de siete años en Barbate, sabe comunicarse con un enorme arsenal de recursos, y el idioma no es el único ni el más eficaz. Su forma de sonreír le abre puertas, y ella lo sabe. Cuando Blanca le dice que suba, Anita llama a los demás. Son cinco hombres negros de Senegal, como ella, que esperaban al otro lado de la carretera, agazapados junto a la Venta Curro.

Blanca se sorprende y le dice un poco alertada que todos no caben, que sólo pueden ir cinco en el coche. ¡Pero qué sabrá esta chica! Si cupimos sesenta y cuatro en el cayuco, como no vamos a caber seis personas en este coche tan grande. Claro que cabemos, hija. Intenta explicar Blanca algo relacionado con la Guardia Civil y el número máximo de viajeros y tal… Pero ya están todos dentro del Toyota. No merece la pena entablar una batalla que ya está perdida.

Los doce kilómetros que separan Barbate de Zahara de los Atunes dan para mucho. Anita y su familia viven en un garaje a la salida del pueblo. Pertenece a Manolo, un anciano viudo y sin hijos… y afortunados son los siete por tener un garaje para ellos. Y así el anciano no se aburre, se sienta en la acera a tomar el sol, junto al portalón, para oír hablar a Anita en esa lengua tan extraña y sonríe… a saber qué extraña ensoñación hace el abuelo con Anita.

Ahora, en agosto, lo mejor es desplazarse a Zahara para hacer trencitas a las turistas. Jamás habría podido imaginar que estos europeos de pelo lacio y claro pagaran precisamente por encresparlo. Por eso intenta ir todos los días al pueblecito. Ella hace trencitas y ellos pagan. Aún hoy, después de estos siete años le asombra la manera que tiene esta gente pálida de tirar el dinero como si fuera la cascarilla del sorgo.

Y su hijo, fruto de alguna de las violaciones del viaje —Paquito le dicen en el pueblo—, tiene ya casi siete años. El niño cena todas las noches en el bar de Concha, que es nieta, hija, mujer y madre de almadraberos en paro y dedicados a lo que salga. Por la puerta de la cocina, por la que da al callejón, le arrima la cena a Paquito. Dice Concha que lo que más gusta al joío niño son las gambas al ajillo. Y lo dice con el ceño fruncido, con máscara de falso enfado y orgullo de abuela postiza.

¡Qué sería de este mundo sin la gente buena!


viernes, 20 de abril de 2018

La ventana de Zahara




Hay una ventana asegurada con un cierro, que así se llaman estos herrajes por el Sur. No es nada feo el cierro. Según lo mires hasta tiene su cosa modernista y todo. Me sorprende verlo aquí, en este pueblecito de pescadores de atunes, un lugar que aún no ha perdido totalmente ni su origen ni su esencia.

Está embutida la ventada entre mil capas de cal de toda la vida. De esa cal que se descascarilla y se comen las embarazadas. Es la cal de nuestras abuelas, la que hacía hervir el agua y había que dejar reposar antes de enlucir la pared con una escobilla.

Pero, no sé… Escapa de la ventana la enorme voz de Ella Fitzgerald, y eso es lo que me hace mirar y percibir un enorme contraste. Se ve que ya no es la morada de un almadrabero de Zahara de los Atunes. Al pescador que allí viviera se le escaparía por la ventana un quejío de los que salen del fondo de un alma dolorida, no estos sones tan alejados de la esencia del Sur. Y tal vez sea eso lo que me sorprende, el contraste. Lo inesperado de la mezcla me hace mirar, detener el paseo… lo amigos se adelantan y quedo plantado delante del cierro. Hipnotizado. Es una ventada bañada de un sol que ciega, aunque sea primavera, y no, no está diseñada para dejar escapar la voz de Ella Fitzgerald. Debe ser la globalización, que arrasa lo singular de cada lugar y lo uniformiza todo.

Sí… la vida está compuesta por un millón de momentos mínimos, aparentemente insignificantes, y nunca podremos saber cuál de ellos nos marcará hasta formar parte de nosotros. Cauterizados estamos frente a las barbaridades que cometen cada día unos hombres contra otros hombres. A fuer de cotidianos, esos momentos terribles, ya no nos movilizan y permanecemos indiferentes…

…pero, sorprendentemente, una sencilla ventana del Sur —rodeada de cal, enmarcada con un cierro que quiere ser modernista, y escapando de ella no un quejío, sino el lamento de Ella Fitzgerald— es capaz de añadirse a la vida como un instante simple, inesperado, irrepetible y, sobre todo, bello.

jueves, 27 de junio de 2013

El viajero solitario: Adán y Eva atraviesan la playa

Llevo años sin decidir si me gusta lo que le han hecho a la vieja Torre del cabo de Gracia (construida en tiempos de Felipe II para vigilar la llegada de piratas moriscos) Que, para reconvertirla en el Faro Camarinal, le han endosado unas escaleras “cantosas a más no poder”. La verdad es que esa cosa no añade veracidad a una antigua Torre Almenara… Y, sin embargo, no deja de atraerme esa mezcla de sabores arquitectónicos.



Torre-Faro de Camarinal, al sur de Zahara de los Atunes
El día de San Juan sopla un levante endiablado y el aire ulula a través de las escaleras del faro que parece una noche de brujas. No sé si el Peine del Viento —me refiero a lo de Chillida en Donosti— suena así alguna vez… pero esto de Camarinal es una sinfonía natural. Seguro que al arquitecto que diseñó esta solución ni se le ocurrió que pasaría con las levanteras. Y con esa música de tubo y viento el viajero solitario mira a derecha e izquierda…


Playa de los alemanes. Entre Punta de Plata y Camarinal. Al fondo, Barbate, su acantilado y su pinar.
He dejado atrás el Cabo de Plata, con su búnker de dos plantas en la punta. Y he recorrido la playa de los Alemanes que está solitaria a estas horas… le viene el nombre de antaño, de cuando los únicos vecinos del lugar eran exiliados nazis que recalaron en este paraíso reservado y discreto. Hoy sigue siendo un lugar exclusivo, salpicada la loma de casas lujosas y vacías… y uno se plantea la indecencia que supone el pésimo reparto de la riqueza en el mundo. El viajero quiere escapar conscientemente de la lógica neoliberal que supone normal y deseable acaparar toda la riqueza posible. ¡Algo falla en este sistema, Arturito! Algo falla…


La inaccesible Cala del Cañuelo, al sur de Punta Camarinal
Pero mirar hacia el otro lado, al sur, supone olvidar las reflexiones y hasta el levante se convierte en una brisa cuando se descubre esto…
…por la cala del Cañuelo pasean Adan y Eva cogidos de la mano. Desde el faro Camarinal, el viajero se siente intruso y no quiere molestar. Por eso deja que la pareja llegue hasta las rocas y sólo entonces comienza a bajar los riscos para conquistar la arena. No hay otro camino para llegar a esta cala…
Adan y Eva han okupado un viejo búnker que sobrevive en una esquina de la playa, casi debajo del faro. Han dejado sus huellas en la arena húmeda, y trazan la playa de un extremo a otro, pero me parece insolente seguirlas. Así que, como a veces el levante se enfurece y hace que los granos de arena se claven como alfileres, me apresuro para alcanzar el espeso pinar que tapiza la loma.


Punta Camarinal desde el otro extremo de la cala del Cañuelo
El problema es que unas alambradas militares llegan hasta el borde del acantilado de arenisca y obligan al viajero a bajar por la ladera escarpada para seguir costeando. Los militares y los monjes tienen la misma sana manía, que levantan sus cuarteles y sus monasterios en los mejores sitios…


En las laderas del acantilado crecen sabinas, enebros marinos y jaras del diablo… pero se hace muy abrupto y no soporta veredas. El viajero no puede proseguir, un mal paso y a ver cómo sale de ahí.

No, la Gran Duna de Bolonia no se puede alcanzar desde aquí… 

No sé…

Ya sabemos que la vuelta es parte del viaje. Es la mitad del camino. Que debería ser tan excitante como la ida… pero esta vez el viajero vuelve derrotado.