martes, 18 de febrero de 2014

Crónicas de un viajero del IMSERSO: Calas Machacadas

Evolucionamos. Hubo un tiempo en el que encontraba bellos los hoteles y las urbanizaciones que crecían a lo largo de la Costa del Sol. Yo fui testigo ocasional de la ocupación y cada vez que atravesaba esa carretera, desde Algeciras hasta Torremolinos, admiraba las nuevas tropelías. Servidor no era consciente de la masacre medioambiental y paisajística que supone colonizar una playa con cemento y hormigón. En eso consistía el progreso, en levantar hoteles y urbanizaciones para turistas porque tal cosa creaba puestos de trabajo, atraía a los guiris y así dejaban sus libras y sus macos... Ese era el único asunto, sólo ese. Y si en el intento se destruía el capital natural de todos los españoles, no importaba. La naturaleza no tenía coste alguno, estaba para eso, para ser depredada con total impunidad. Era un bien a explotar hasta su exterminio. A pesar de las evidencias, muchos no teníamos conciencia.

Y ahora, al cabo de los años, el iluso viajero del IMSERSO soñaba con encontrar en Mallorca calas virginales como las que aún quedan —no sé cómo— en Cabo de Gata... Pero esas cosas apenas existen ya en la isla de Mallorca porque la ocupación masiva del litoral ha sido indiscriminada y generalizada. Incluso en la abrupta costa de la Tramontana, al final de un camino infernal, en Sa Calobra, donde resulta casi inhumano llegar porque la carreterita discurre al borde de precipicios, entre vueltas y revueltas, uno encuentra que el cemento y el hormigón han colonizado lo que antes era un paraíso natural. En otra, en Cala Serena, no queda terreno sin construir junto al mar; todas las laderas están ocupadas con hoteles y apartamentos. En Cala Mondragó, un parque natural, y una de las mejores conservadas (aunque eso en Mallorca es una exageración), hay hoteles y chiringuitos hasta la misma orilla, y una estupenda villa, rodeada de árboles, tiene su camino particular hasta el agua, para disfrute exclusivo de sus propietarios. En Cala Marsal hoteles y villas particulares colonizan lo más alto de los acantilados y por donde antes se ocultaba el sol, hoy disfrutamos la silueta de un estupendo chalet edificado justo ahí para el solaz ocasional de algún extranjero durante diez días al año... En general, la franja costera —que supuestamente es de todos los españoles­— está colonizada por innumerables propiedades privadas. Si aún así Mallorca es bella, ¡cómo lo sería en su origen!
Es lo que el gobierno mongoliberal de PP pretende en un territorio público como la Almoraima, en el Campo de Gibraltar, rodeado del más extenso bosque de alcornoques de Europa: entregarlo al mejor postor para que construyan a todo lujo un hotel de cinco estrellas, campos de golf y un aeropuerto privado para disfrute exclusivo de los ricos. Es decir, para dejar en manos de los cuatro vividores de siempre, las elites, lo que es nuestro patrimonio, nuestro bien común… y todo a cambio de un puñado de puestos de trabajo devaluados hasta límites de explotación. El desarrollo económico que pretende nuestro gobierno —esa miserable sucursal del FMI y demás sabandijas— no puede basarse en la venta de nuestra dignidad al mejor postor… como ha pasado con las costas de España.
El viajero del IMSERSO se sienta con su amigo JR en un banco de piedra, frente al mar, en el paseo marítimo de Can Pastilla. El sol es tibio en esa mañana de febrero, y la brisa demasiado fresca. Detrás, a apenas treinta metros de la orilla, discurre una muralla ininterrumpida de hoteles que va desde las afueras de Palma de Mallorca hasta El Arenal, en el otro extremo de la ancha bahía. Compartimos el banco con una menuda señora de noventa y seis años, pelo blanco, que sostiene la correa de un nervioso perrito caniche, también blanco.
Dice que ha sido testigo del cambio, y que desde Can Pastilla hasta Sa Arenal, por donde hoy discurre la muralla de edificios, apenas había dos o tres grupitos de casas. Que los molinos de agua crecían por la zona del aeropuerto, y que había muchos, uno en cada huerto… pero ahora apenas se ven, dice. Sí, vienen muchos extranjeros, pero menos que antes, y explica que se nota la crisis porque su vecina no logra alquilar sus tres casas… La señora de noventa y seis años habla sin reproches, no echa de menos los paisajes abiertos de su niñez, ni se siente esquilmada en ninguno de sus derechos. Ahora le gusta esperar a su hija mientras toma el sol de febrero sentada en el banco de piedra y, a veces, charla con un par de desconocidos.
Es verdad, evolucionamos hasta adaptarnos… o desaparecemos en el intento.



No hay comentarios: