lunes, 10 de junio de 2013

La lección de Braulio

Pinar de la Breña y el acantilado de Barbate


Hace tres décadas había bosques de pinos desde Chiclana hasta Tarifa (en la costa atlántica de la provincia de Cádiz). Mis hijos cazaban lagartijas y aceiteras donde ahora crecen hoteles para jubilados alemanes. Aún así, desde la Torre del Tajo, en el borde del acantilado de Barbate —que es una de las decenas de torres almenaras que bordeaban nuestras costas—, se admira estupendamente uno de los pocos bosquetes de pinos que van quedando… Desde la azotea, a ciento doce metros sobre el nivel del agua, a un lado queda el mar azul, el de las tormentas; de otro lado, un mar de olas verdes: el pinar de la Breña.
Y en mitad de este pinar, oculto en la espesura del bosque, existe un extraño poblado llamado San Ambrosio. Los que saben la historia de estos lugares dicen que hay que buscar su origen en un asentamiento de vasallos de los duques de Medina Sidonia, señores feudales de esta zona de la provincia. Hoy es un sitio reencontrado, y lo que era lejanía y abandono se ha transformado en exclusividad. Y en mitad de aquello está ‘Casa Luis, el de los huevos’, que sigue siendo una venta de toda la vida… Yo, que tú, forastero, si algún día te la encuentras, pediría un ‘almuerzo’, que viene a ser una especie de selección de trozos de carne con un adobo sui géneris. Y hasta aquí puedo escribir…
Atravesando el poblado por la única vereda de tierra, en una zona abierta que hay entre el bosque de pinos y el bosque de las brujas, se llega a las ruinas de la Ermita de San Ambrosio.

El bosque de las Brujas, entre la vereda de San Ambrosio y la carretera
de Caños de Meca

Es una ermita paleocristiana —puede que bizantina— levantada originalmente sobre los restos de una villa romana y con vestigios visibles de origen visogodo y mudejar. Hoy aparece abandonada en mitad de la nada…

Las ruinas de la Ermita de San Ambrosio pertenecen al obispado
“Yo h’escuchao misa en esa iglesia”, nos dice Braulio, el señor que nos ve pasar sentado en una piedra mientras atiende sus vacas. Dice que cuando era mozo el último arco aún estaba cubierto de tejas, y todos los domingos venía el cura de no sé donde qué pueblo, con una sotana negra llena de botones y un sombrero redondo ‘azín de grande’… Montaba un caballo blanco y no faltaba ni un domingo. Dice también que toda la finca pertenece al obispo y que se la tiene arrendada, y que este año ha sacado ‘avena p’al ganao’. Que no ha estado mal la cosa… y que no le gustan demasiado los tratos con la iglesia; que de aparcería nada, que él lo pilla en arriendo y que si viene un año bueno le gana y si viene malo, le pierde… pero que su trabajo es suyo y él, su propio dueño. Lo tiene muy claro Braulio.

Braulio sentado en su piedra. Los urbanitas escuchan…

Todo el cerro ese de enfrente, al otro lado de la vereda de tierra, es suyo… y el ‘ganao retinto’ que se ve por todo aquello, también es suyo. Braulio es muy sabio, puede que no tenga estudios, pero es muy largo y vuelve cuando otros van. Dice que le han ofrecido el oro y el moro por instalar esos molinos de viento en su cerro, pero dice que ni hablar, que por mucho alquiler que digan, ‘…como tú dejes que te planten una de esas cosas se hacen dueños de todo. Y ni ganao te dejan meter, ni arar puedes alrededor. Ni hablar, en el cerro no va ni un molino, y no se hable más’.

Ha nacido ahí arriba, en mitad del bosque de pinos, a diez minutos de aquí, hace ya más de setenta años… ¡y no sabe cómo está la vereda que baja hasta la carretera porque hace tres años que no sale de su cerro! Que su vida se reduce —se dilata, diría uno— de su cerro hasta la ermita y de la ermita al cerro.

Y nos quedamos cavilando cuando continuamos el camino. Este hombre, sin apenas nada, es inmensamente rico y lo sabe. Durante diez minutos seguimos hablando de Braulio, tan aparatosamente libre que apenas necesita bajar a la carretera…

…y, además de toda esa riqueza, tiene dos perros que lo miran con adoración.


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