sábado, 15 de junio de 2013

El viajero solitario: Un montañero en Trafalgar


Hay una duna empeñada en sepultar la carretera al Tómbolo de Trafalgar. Imagino a los del bar de enfrente, tempranito cada mañana, devolviendo la arena a la duna… y rezando para que no sople levante. Pero es tarea perdida. Ella, la duna, tiene más paciencia y nos acabará ninguneando, es cuestión de tiempo.


Mientras tanto es un privilegio caminar por la lengua de arena que une el continente con el islote de arenisca, esta vez el viajero solitario quiere tocar las viejas piedras de la torre de Trafalgar. No sé, a lo mejor aún retumban los truenos de las carronadas inglesas desperdigando metralla. A un lado de la lengua de arena, unos pocos nudistas toman el sol. Al otro lado dejamos la laguna costera que tres garcetas y una cigüeña usan a discreción. Es un martes de junio y por aquí apenas hay gente… además, hoy es el primer día que hace un poco de calor: ha sido una primavera muy fría, la verdad.


Apenas le queda un tercio de su altura. La de Trafalgar fue una torre de origen árabe levantada en el siglo IX. Posteriormente con doble uso, almenara y de jábega o almadraba, la reconstruyó el duque de Medina Sidonia en el XVI (recordemos que las de planta cuadrada son de la nobleza y las redondas de realengo) y durante los meses de Abril a Junio servía para localizar los bancos de atunes que entraban en las pesquerías del duque.
La espalda en contacto con las viejas piedras. Con el mar abierto enfrente. Imagino la batalla, el rumor de cañonazos y el dolor de brazos y piernas arrancados de cuajo… Pero el viajero solitario no percibe nada de eso. Apenas sopla una brisa. Apenas suenan las pequeñas olas de abajo. Y tampoco hay dolor…

…ha sido fácil conquistar esta torre.


Cuando bajo hacia la playa de Zahora, una lagartija insolente desafía mi presencia… seguro que Alejandro me diría nombre y apellido. Y un señor, curtidísimo por el sol, que pasea su perro, se fija en mis botas y dice socarrón que no parece lo más apropiado para una playa como esta. Y comenta, como de pasada, que es montañero —y cree que yo lo soy, por las botas— y que conoce bien los Pirineos, pero que estas playas ‘tienen algo especial’. Le digo que aquí no tenemos grandes picos, que sólo vengo de allí arriba, de la torre aquella que apenas se ve detrás de los pinos.

— Bueno, no está mal — dice como calibrando el esfuerzo. Y añade señalando la playa — ¿No te apetece un bañito?

Joder con el montañero. ¡Va ‘flechao pa la cumbre’, el tío!
— Pues no. No lo tenía previsto — le digo. Y me alejo de la torre sin mirar atrás, no vaya a ser que entienda otra cosa.
La lagartija, estupefacta, no se ha movido.


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