jueves, 8 de noviembre de 2007

El Teorema de la Bala Mosqueada

A veces el progreso de la ciencia depende de momentos especiales... diría servidor que de momentos mágicos. Sin ir más lejos, recordemos al bueno de Arquímedes que tuvo que meterse en una bañera —¡con lo poco varonil que resultaba entonces!— para comprobar en sus propias carnes que todo cuerpo sumergido en un fluido experimenta un empuje hacia arriba igual al peso del volumen de fluido desalojado… ¿eh? ¿Qué hubiera pasado con la humanidad si el bueno de Arquímedes no hubiese sido tan pulcro? ¡No lo quiero ni pensar!

Mi compi de la vida, “Bala” para los amigos, autora del Teorema de la Bala Mosqueada, sin duda, llamado a ser uno de los principios básicos del universo conocido

Pero no hay que remontarse tan lejos en el tiempo, pensemos en Isaac Newton, tal vez el científico más lúcido de todos los tiempos —por encima incluso de Albert Einstein— que, a pesar de su poderosa inteligencia y su claridad de ideas, necesitó que le cayera una manzana en la cabeza para vislumbrar la Ley de la Gravitación Universal. ¡No quiero imaginar qué habría sido de la humanidad si tal manzana no hubiese madurado en su justo momento!

Un tercer caso mágico ocurrió con el somnoliento Kekulé (Friedrich August Kekulé Von Stradonitz, 1829-1896) Por ese tiempo andaban todos los químicos mosqueados porque no lograban explicar la estructura molecular del benceno. ¡Oye!, que no había forma de explicar cómo seis carbonos y seis hidrógenos (C6H6) se mantenían estables. Hasta que Kekulé, en una noche de invierno de 1896, se quedó dormido delante del fuego de su casa… y soñó con serpientes, y que una de ellas giraba sobre sí misma hasta morder su propia cola formando un anillo en movimiento… decía el bueno de Kekulé que se despertó con esa imagen y que se pasó la noche desarrollando la estructura anular del benceno. ¡Pura magia!

Pues algo parecido pasó el otro día en la terraza de nuestra casa. Estaba servidor tallando un bastón de madera para formar caritas de reyes góticos; y, naturalmente las virutas caían libremente al suelo… que es lo suyo. Y esto ocurría bajo la circunspecta mirada de micompi de la vida que, por cierto, mis amigos le dicen Bala simplemente porque se apellida Bala. Bien: ¿dónde se ha visto que el artista se encargue de barrer las virutas que genera su arte? ¡En ningún lado! Así que cuando me cansé de tallar, sabiendo lo que se barruntaba, le dije a la compi:

— No te preocupes, gordi, que ahora mismo se levanta una brisita de levante y las virutas desaparecen en un plis-plas. Lo que yo te diga—. Pero no me creyó.

— ¡Mira!— me aclaró — ¡Déjate de tonterías y barre ahora mismo todo eso!

Entonces, cuando se marchaba mosqueada, volvió sobre sus pasos, y blandiendo hacia mí un índice acusador, enunció El Teorema de la Bala Mosquedada:

— Además, ¿sabes que te digo, brisita-de-levante? —la puñetera me llamó brisita-de- levante mientras me entregaba escoba y recogedor— ¡Que la materia ni se crea ni se destruye, sólo cambia de sitio!

Y con el mentón levantado, digna y altiva, me dejó con las virutas comprobando la contundencia de su teorema.

(Jodido levante. ¡Nunca sopla cuando se le necesita!)



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