viernes, 14 de julio de 2017

Lala


Nunca estuve enamorado de Lala. Ella sabía que a mis doce años suspiraba por Silvia, y que a Silvia le gustaba César. A todas las niñas del barrio les gustaba el jodido César, menos a Lala, que me quería a mí. Bueno… no es correcto decir que me quisiera. A esas edades nos gustábamos unos a otras, nada más. Sentíamos una atracción que no sabíamos cómo gestionar. No sé… buscábamos estar cerca del otro, propiciar una mirada o un roce furtivo en mitad de cualquier juego. Recuerdo que era una delicia estar en la playa Benítez, junto de Silvia… y, a lo sumo —cuando uno era capaz de olvidar al cura y superar la sensación de cometer un pecado mortal—, imaginar cómo sería ese cuerpo sin bañador. No había más.


Sí… yo le gustaba a Lala. Los corre-ve-y-diles del barrio me lo dijeron una noche del verano que siguió a nuestro primer año de instituto, y desde entonces nos mirábamos de otra forma. Lala no era fea. Un poco mandona sí que era, la verdad, y tal vez por eso mi prevención. Cara redondita, una trenza rubia. Se reía con los ojos más que con la cara, y eso me gustaba mucho. No tenía hermanos mayores, que era un parámetro a tener en cuenta porque los hermanos mayores siempre andaban con la manía de proteger las honras familiares. Desde que nos enteramos de lo nuestro, Lala y yo hicimos lo posible para jugar en los mismos equipos. Las noches de verano en Ceuta, ese pequeño pueblo del norte de África, eran mágicas y largas… los juegos propiciaban algún contacto un poco más largo de lo normal y cuando eso ocurría el cielo estallaba; de vez en cuando, un empujón ocasional se transformaba en un abrazo instantáneo que te permitía descubrir el cuerpo del otro, cuando todo era nuevo y provocaba luces de colores como chispazos.

Ocurrió un atardecer. Un grupo se escondía en cualquier lugar del barrio y el otro grupo jugaba a buscarlo. Al atravesar la huerta de José nos separamos de la gente y acabamos debajo del algarrobo. No recuerdo bien, seguramente me estaría contando algún agravio del instituto… tal vez que fulanita le dijo tal cosa, pero entendió esto otro y entonces le contestó… Nos tocamos. Se hizo el silencio. Y mantuvimos el contacto mirando las hojas como si las hojas del algarrobo fueran lo único interesante del mundo. Dejó caer su frente en mi hombro. ¡El estupor de no comprender cómo era posible que el cuerpo de Lala provocara ese huracán de sensaciones! La ternura de su cabeza sobre mi hombro… Supongo que técnicamente aquel escarceo sexual debió ser un desastre, pero nunca jamás, jamás nunca, lo pude olvidar. Lo he mantenido vivo con la esperanza de retomar alguna vez aquella magia.

Después de ese día dejó de hablarme. Me ignoró el resto del tiempo que compartimos el barrio y la niñez. Siempre pensé que se avergonzó profundamente… luego la vida te lleva por derroteros que nunca imaginas. Y entonces la vida te atraviesa, te moldea o te zarandea…

A Lala la vida la zarandeó de mala manera. A lo largo de estos cuarenta años, de vez en cuando me llegaban retazos de su vida y el estómago me daba un vuelco. Me contaron que se lió con un médico famoso, un sinvergüenza que jugó con ella hasta dejarla tirada como un trapo y adicta a no sé cuáles pastillas. Me dijeron que luego se casó con un carnicero, y nadie sabía cómo era posible esa unión, que le hizo tres hijas, que la menospreció y maltrató hasta que la pobre Lala buscó su liberación a través de la ventana y dos pisos más abajo. Pero ni así se liberó de los zarandeos de la vida, sólo consiguió romperse un montón de huesos. El carnicero se fue con las tres niñas mientras se recuperaba en un hospital, y allá quedó sola. Pobre Lala… cuando nos volvimos a ver, cuarenta años después del algarrobo, y con los huesos soldados, vivía con un buen hombre. Se cuidaban y se hacían compañía sin esperar nada a cambio. A veces aparecen estos ángeles en la vida…

Había sido César el que propició el encuentro. Aquel odioso chaval, el que se llevaba de calle a todas las del barrio, con los años se había convertido en un tío adorable. Nos reencontramos unos treinta niños de aquel tiempo, los que nos bañábamos entonces en una playa del Estrecho de Gibraltar. Lala estaba entre ellos… la imaginada ajada y maltratada por la vida, pero encontré una mujer de cincuenta años, plena y plantada en el mundo. Nos miramos un rato desde cierta distancia.

—Te falta la trenza —le dije mientras la abrazaba—. Por lo demás estás mucho más guapa.

—No mientas, Milanito, que me veo todos los días.

Se separó, pero nos mantuvimos cogidos de la mano. Me examinaba con curiosidad.

—Te sienta bien esa barba —me dijo.
—Sí. Es lo que tienen las barbas, que tapan la cara…

Lala había aprendido a reír con la cara… sus ojos ya no reían. Me habló todo el día. Necesitaba oírse a sí misma. Me gustaba oírla. Los niños del barrio habían desaparecido en no sé qué momento de la tarde. El atardecer nos encontró cerca del tómbolo de Trafalgar. El faro parecía seguir vigilando la batalla. La luz dorada del ocaso sureño…

—Esto debe ser un pino, Lala. Los algarrobos tenían las hojas más redonditas, ¿recuerdas?

—El de la huerta de José. Sí, claro que recuerdo.

La duna había cubierto la carretera. Extrañamente no hacía viento. Las gaviotas graznaban como en las películas…

—¿Dónde lo dejamos, Lala?

¡El estupor de no comprender cómo era posible que el cuerpo de Lala provocara ese huracán de sensaciones! La ternura de su cabeza sobre mi hombro…

—Yo te cuento… — me dijo.

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