Nunca estuve
enamorado de Lala. Ella sabía que a mis doce años suspiraba por Silvia, y que a
Silvia le gustaba César. A todas las niñas del barrio les gustaba el jodido
César, menos a Lala, que me quería a mí. Bueno… no es correcto decir que me quisiera.
A esas edades nos gustábamos unos a otras, nada más. Sentíamos una atracción que
no sabíamos cómo gestionar. No sé… buscábamos estar cerca del otro, propiciar
una mirada o un roce furtivo en mitad de cualquier juego. Recuerdo que era una
delicia estar en la playa Benítez, junto de Silvia… y, a lo sumo —cuando uno
era capaz de olvidar al cura y superar la sensación de cometer un pecado
mortal—, imaginar cómo sería ese cuerpo sin bañador. No había más.
Sí… yo le gustaba
a Lala. Los corre-ve-y-diles del barrio me lo dijeron una noche del verano que
siguió a nuestro primer año de instituto, y desde entonces nos mirábamos de
otra forma. Lala no era fea. Un poco mandona sí que era, la verdad, y tal vez
por eso mi prevención. Cara redondita, una trenza rubia. Se reía con los ojos más
que con la cara, y eso me gustaba mucho. No tenía hermanos mayores, que era un
parámetro a tener en cuenta porque los hermanos mayores siempre andaban con la
manía de proteger las honras familiares. Desde que nos enteramos de lo nuestro,
Lala y yo hicimos lo posible para jugar en los mismos equipos. Las noches de
verano en Ceuta, ese pequeño pueblo del norte de África, eran mágicas y largas…
los juegos propiciaban algún contacto un poco más largo de lo normal y cuando
eso ocurría el cielo estallaba; de vez en cuando, un empujón ocasional se
transformaba en un abrazo instantáneo que te permitía descubrir el cuerpo del
otro, cuando todo era nuevo y provocaba luces de colores como chispazos.
Ocurrió un
atardecer. Un grupo se escondía en cualquier lugar del barrio y el otro grupo jugaba
a buscarlo. Al atravesar la huerta de José nos separamos de la gente y acabamos
debajo del algarrobo. No recuerdo bien, seguramente me estaría contando algún
agravio del instituto… tal vez que fulanita le dijo tal cosa, pero entendió esto
otro y entonces le contestó… Nos tocamos. Se hizo el silencio. Y mantuvimos el
contacto mirando las hojas como si las hojas del algarrobo fueran lo único
interesante del mundo. Dejó caer su frente en mi hombro. ¡El estupor de no
comprender cómo era posible que el cuerpo de Lala provocara ese huracán de
sensaciones! La ternura de su cabeza sobre mi hombro… Supongo que técnicamente aquel
escarceo sexual debió ser un desastre, pero nunca jamás, jamás nunca, lo pude olvidar.
Lo he mantenido vivo con la esperanza de retomar alguna vez aquella magia.
Después de ese
día dejó de hablarme. Me ignoró el resto del tiempo que compartimos el barrio y
la niñez. Siempre pensé que se avergonzó profundamente… luego la vida te lleva
por derroteros que nunca imaginas. Y entonces la vida te atraviesa, te moldea o
te zarandea…
A Lala la vida la
zarandeó de mala manera. A lo largo de estos cuarenta años, de vez en cuando me
llegaban retazos de su vida y el estómago me daba un vuelco. Me contaron que se
lió con un médico famoso, un sinvergüenza que jugó con ella hasta dejarla
tirada como un trapo y adicta a no sé cuáles pastillas. Me dijeron que luego se
casó con un carnicero, y nadie sabía cómo era posible esa unión, que le hizo
tres hijas, que la menospreció y maltrató hasta que la pobre Lala buscó su
liberación a través de la ventana y dos pisos más abajo. Pero ni así se liberó
de los zarandeos de la vida, sólo consiguió romperse un montón de huesos. El
carnicero se fue con las tres niñas mientras se recuperaba en un hospital, y
allá quedó sola. Pobre Lala… cuando nos volvimos a ver, cuarenta años después
del algarrobo, y con los huesos soldados, vivía con un buen hombre. Se cuidaban
y se hacían compañía sin esperar nada a cambio. A veces aparecen estos ángeles
en la vida…
Había sido César el
que propició el encuentro. Aquel odioso chaval, el que se llevaba de calle a
todas las del barrio, con los años se había convertido en un tío adorable. Nos
reencontramos unos treinta niños de aquel tiempo, los que nos bañábamos
entonces en una playa del Estrecho de Gibraltar. Lala estaba entre ellos… la imaginada
ajada y maltratada por la vida, pero encontré una mujer de cincuenta años,
plena y plantada en el mundo. Nos miramos un rato desde cierta distancia.
—Te falta la
trenza —le dije mientras la abrazaba—. Por lo demás estás mucho más guapa.
—No mientas, Milanito, que me veo todos los días.
Se separó, pero nos mantuvimos cogidos de la mano.
Me examinaba con curiosidad.
—Te sienta bien esa barba —me dijo.
—Sí. Es lo que tienen las barbas, que tapan la cara…
Lala había
aprendido a reír con la cara… sus ojos ya no reían. Me habló todo el día.
Necesitaba oírse a sí misma. Me gustaba oírla. Los niños del barrio habían
desaparecido en no sé qué momento de la tarde. El atardecer nos encontró cerca
del tómbolo de Trafalgar. El faro parecía seguir vigilando la batalla. La luz
dorada del ocaso sureño…
—Esto debe ser un
pino, Lala. Los algarrobos tenían las hojas más redonditas, ¿recuerdas?
—El de la huerta de José. Sí, claro que recuerdo.
La duna había cubierto la carretera. Extrañamente no
hacía viento. Las gaviotas graznaban como en las películas…
—¿Dónde lo dejamos, Lala?
¡El estupor de no comprender cómo era posible que el
cuerpo de Lala provocara ese huracán de sensaciones! La ternura de su cabeza
sobre mi hombro…
—Yo te cuento… — me dijo.
—Yo te cuento… — me dijo.
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