lunes, 13 de junio de 2016

La oculta satisfacción del escritor

El escritor se había adormilado en el porche, desnudo, sobre la hamaca de lona. El sol de abril caía hacia el horizonte Atlántico con la calidez perfecta. Con la laxitud de la modorra, el libro cayó al suelo y lo dejo estar. No sé qué debía estar soñando, pero la erección parecía perfecta. Era un mástil enhiesto y abatido hasta más allá del ombligo. Una cosa propia de 35 años; proporcionada y armoniosa en longitud y perímetro. Mantenía una erección plena, eterna y pulsante. Cuando una erección pulsa así, al ritmo del corazón, es que la cosa no da más de sí. No necesariamente las erecciones van acompañadas de un sueño erótico… Pero presagian un orgasmo largo, mantenido y profuso.

El escritor buscaba soledad y aislamiento, por eso había alquilado uno de los dos apartamentos que compartían un mismo porche, en un lugar que muy bien podría ser la Punta de los Alemanes, cerca de Zahara de los Atunes. Entre marzo y junio no había nadie en esa montaña. Todos los chalets permanecían cerrados esperando el verano. Dicen que en abril llueve mucho, pero en ese Sur tocó una primavera benigna. El escritor dormía al atardecer y escribía de madrugada, bajo el rumor de las olas rompiendo en el bunker del acantilado.

La guardesa del otro apartamento, mientras regaba las plantas, encontró al escritor dormido en el porche común. Era una joven que muy bien podría ser una especie Cristina Pedroche pero con ojos achinados y mirada traviesa…

O sea, un joven dormido frente al ocaso, desnudo y con una erección majestuosa es observado furtivamente por la guardesa del apartamento contiguo. El hombre de sesenta años que describe esta escena no tiene ni la más remota idea de lo que pasa por la cabeza de esa especie de Cristina Pedroche de mirada traviesa… 

Bonita puesta de sol— dice la chica admirando directamente el miembro del durmiente.

El escritor tarda tres segundos en despertar e interpretar lo que pasa. Percibe la turgencia del miembro, el calor entre las piernas y, sobre todo, la mirada directa de la chica… Pero lejos de interpretar la situación como una oportunidad erótica, le asalta una oleada de pudor. Recoge el libro del suelo y se tapa como puede.



A la chica se le achinan aún más los ojitos y le dice:

Pues te va a faltar libro, vecino—.

Fue entonces cuando una vocecita insidiosa y odiosa va aflorando desde lo más profundo de la subconsciencia del hombre de sesenta años. Y le dice: "Déjate de tonterías, gilipollas, que esto no te puede estar pasando a ti. Anda, despierta y afronta tu triste realidad, fondón".

¡Jodida mala conciencia! Seguro que fueron los curas agustinos los que me metieron en la mollera ese centinela censor que no me deja disfrutar ni en sueños.

Luego me lo dijo mi psiquiatra. Porque servidor desayuna todos los sábados con su psiquiatra. El tío me observa socarrón y me escucha entre el café y la tostada. Y me lo explicó…

Eres cristalino, tío. Mira... —y le pega un bocado a la tostada— acabas de presentar un libro, la cosa esa rara del cementerio; te han aplaudido, la gente te ha dicho “oh qué bien escribes”, “oh que libro tan interesante”, “oh qué de cosas aporta”. Y tú te lo has creído…

Intento replicar, pero no me deja.

—…que no, que no, que te lo has creído y punto. O sea que has gozado con todo esto, has sentido placer. ¿Entiendes? Pues bien, Pequeño Saltamontes— ¡Me llamó Pequeño Saltamontes, oye!—. ¿Cómo crees tú que se traduce esa satisfacción a nivel subconsciente? —aquí hizo una pausa magistral—. Pues follándote a esa especie de Cristina Pedroche de ojos traviesos que te has inventado.

¡Más quisiera yo! Si al menos hubiera consumado la cosa… 

¡Qué buen trabajo hicieron con servidor los curas agustinos!




Lo siento, desconozco autores y títulos de las obras

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