El escritor se había adormilado en el porche, desnudo, sobre la hamaca de
lona. El sol de abril caía hacia el horizonte Atlántico con la calidez
perfecta. Con la laxitud de la modorra, el libro cayó al suelo y lo dejo estar.
No sé qué debía estar soñando, pero la erección parecía perfecta. Era un mástil
enhiesto y abatido hasta más allá del ombligo. Una cosa propia de 35 años; proporcionada y armoniosa en longitud y perímetro. Mantenía
una erección plena, eterna y pulsante. Cuando una erección pulsa así, al ritmo del
corazón, es que la cosa no da más de sí. No necesariamente las erecciones van acompañadas
de un sueño erótico… Pero presagian un orgasmo largo, mantenido y profuso.
El escritor buscaba soledad y aislamiento, por eso
había alquilado uno de los dos apartamentos que compartían un mismo porche, en
un lugar que muy bien podría ser la Punta de los Alemanes, cerca de Zahara de
los Atunes. Entre marzo y junio no había nadie en esa montaña. Todos los
chalets permanecían cerrados esperando el verano. Dicen que en abril llueve
mucho, pero en ese Sur tocó una primavera benigna. El escritor dormía al
atardecer y escribía de madrugada, bajo el rumor de las olas rompiendo en el bunker
del acantilado.
La guardesa del otro apartamento, mientras regaba las
plantas, encontró al escritor dormido en el porche común. Era una joven que muy
bien podría ser una especie Cristina Pedroche pero con ojos achinados y mirada
traviesa…
O sea, un joven dormido frente al ocaso, desnudo y con
una erección majestuosa es observado furtivamente por la guardesa del
apartamento contiguo. El hombre de sesenta años que describe esta escena
no tiene ni la más remota idea de lo que pasa por la cabeza de esa especie de
Cristina Pedroche de mirada traviesa…
—Bonita puesta
de sol— dice la chica admirando directamente el miembro del durmiente.
El escritor tarda tres segundos en despertar e
interpretar lo que pasa. Percibe la turgencia del miembro, el calor entre las
piernas y, sobre todo, la mirada directa de la chica… Pero lejos de interpretar
la situación como una oportunidad erótica, le asalta una oleada de pudor.
Recoge el libro del suelo y se tapa como puede.
A la chica se le achinan aún más los ojitos y le dice:
—Pues te va a
faltar libro, vecino—.
Fue entonces cuando una vocecita insidiosa y odiosa va
aflorando desde lo más profundo de la subconsciencia del hombre de sesenta años.
Y le dice: "Déjate de tonterías,
gilipollas, que esto no te puede estar pasando a ti. Anda, despierta y afronta
tu triste realidad, fondón".
¡Jodida mala conciencia! Seguro que fueron los curas
agustinos los que me metieron en la mollera ese centinela censor que no me deja
disfrutar ni en sueños.
Luego me lo dijo mi psiquiatra. Porque servidor
desayuna todos los sábados con su psiquiatra. El tío me observa socarrón y me
escucha entre el café y la tostada. Y me lo explicó…
—Eres
cristalino, tío. Mira... —y le pega un bocado a la tostada— acabas de presentar un libro, la cosa esa rara del cementerio; te han aplaudido, la gente te
ha dicho “oh qué bien escribes”, “oh que libro tan interesante”, “oh qué de cosas
aporta”. Y tú te lo has creído…
Intento replicar, pero no me deja.
—…que no, que
no, que te lo has creído y punto. O sea que has gozado con todo esto, has
sentido placer. ¿Entiendes? Pues bien, Pequeño Saltamontes— ¡Me llamó
Pequeño Saltamontes, oye!—. ¿Cómo crees
tú que se traduce esa satisfacción a nivel subconsciente? —aquí hizo una
pausa magistral—. Pues follándote a esa
especie de Cristina Pedroche de ojos traviesos que te has inventado.
¡Más quisiera yo! Si al menos hubiera consumado la cosa…
¡Qué buen trabajo hicieron con servidor los curas agustinos!
Lo siento, desconozco autores y títulos de las obras
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