lunes, 14 de julio de 2014

Pero qué mierda es esta

Últimamente he conocido a gente extraordinaria. Son jóvenes universitarios, con chispa, con tiempo por delante y, a pesar de su buena preparación, una vida profesional muy incierta. Deambulan por ahí, con las manos atadas y sumando experiencias para buscarse un hueco en la vida.
Alfonso es un biólogo de 27 años. Tania es psicóloga de 26, con un máster en primatología. Cuando les conocí trabajaban como voluntarios en un centro de acogida de primates maltratados a cambio de cama y comida (la cena estaba excluida) Cinco días cada semana durante siete meses. Comenzaban su jornada laboral a las ocho de la mañana. Hacían un par de pausas y finalizaban a las siete de la tarde.
Se supone que de esa forma los voluntarios adquieren experiencia y un certificado que engrosa el currículo profesional de cada uno de ellos… pero, claro, ¿quién coño va a contratar a jóvenes universitarios habiendo voluntarios que hacen lo mismo por cama y comida?
…sin embargo, el colmo de la indignación estaba por llegar.
Las primeras noches de verano fueron extraordinarias en el pueblo. Como podían ser mis hijos, y como sabía que no tenían un puto euro, les invité a las copas y a las tapas. Y en la charla me contaron sus planes para el siguiente año. Porque, la verdad, nuestros jóvenes no pueden hacer planes para más tiempo. La mierda de sistema que nos han impuesto los mercados financieros no permite que nuestros jóvenes tengan un futuro lejano… ni apenas presente.
Tania y Alfonso estaban realmente dichosos porque al cabo de pocos días se marcharían al Parque Nacional de Tai, en la selva húmeda de Costa de Marfil, a observar chimpancés en libertad. Trabajarían para el Departamento de Primatología del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva de Leipzig, la máxima autoridad mundial en comportamiento de primates. ¡Madre mía, qué gozada! Es el sueño de cualquier biólogo y primatóloga. Un año en la selva húmeda de Costa de Marfil observando chimpancés a cinco metros. Con la prohibición de comer cualquier fruta silvestre selvática porque podrían contraer ántrax o ébola. Separados entre ellos por doscientos treinta kilómetros de selva en línea recta y con la posibilidad de comunicarse con el exterior del campamento cada tres días… Se marcharán a trabajar a la quinta puñeta y nuestro gobierno hinchará el pecho diciendo que tenemos menos parados. ¿Y todo eso a cambio de qué?
Fácil. No serían contratados, ni becados. Serían voluntarios muy bien preparados en el sistema universitario español, que han pasado un riguroso proceso de selección y aceptado explícitamente miles de condiciones para descargar de responsabilidad al “empleador”. Y si aguantan un año en esas condiciones, sin enfermar ni morir en el intento, les devolverán el dinero que sus padres hayan gastado en el viaje desde España hasta Costa de Marfil. Sólo eso. Así de miserables son. Lo puedes releer para asegurar que es real lo que has leído.
O sea, para esta gente, el trabajo de Tania y Alfonso, su tiempo vital, sus conocimientos y su entusiasmo, es una mercancía tan insignificante que no merece ni la calderilla de sus bolsillos. Se aprovechan del altruismo de estos jóvenes científicos para beneficio del que firme los artículos y tesis doctorales. Y esta vileza ocurre hoy día en la “civilizada” Europa —no hace falta irse a China o a Bangla Desh— camuflada como programas de voluntariado, cuando en realidad es una infame forma de explotación que se fundamenta en la falta de oportunidades laborales. Esta indecencia la tenemos aquí, la cometen contra nuestros jóvenes, delante de nuestros ojos. Ocurre abiertamente, a la luz del día y con el mayor de los descaros. Ocurre como algo normal, aceptado y cotidiano… y nadie se avergüenza de asumirlo. Son las putas leyes del libre mercado, y punto. ¿Para qué contratar a personas cuando hay otras que pagan por hacer el mismo trabajo? ¿Qué creíamos, que esta gente tenía alma? ¿Que esta gente valora el altruismo y la solidaridad de los demás? En absoluto, esta gente busca beneficios y productividad al precio que sea, y si hay que exterminar la dignidad de la gente, se hace.
Dejad que lo diga de otra forma: como en cualquier institución de un sistema neoliberal, en el Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva de Leipzig, la máxima autoridad mundial en comportamiento de primates, aunque se ajusten rigurosamente a la legalidad del sistema, actúan con menos empatía que el peor de los psicópatas. Todo muy propio del sistema capitalista que nos han impuesto por encima de nuestra voluntad.
¿Callamos y agachamos la cabeza o nos plantamos?
PODEMOS –deberíamos poder- cambiar el mundo. ¿Qué coño hay que hacer para empezar?



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