viernes, 18 de abril de 2014

Semana tonta

Hay sensaciones encontradas. Tengo amigos y familiares a los que quiero, y tengo conocidos a los que respeto. En ambos grupos los hay que viven la Semana Santa con auténtica devoción, y los hay que quedan fascinados por esa liturgia de olores que embriagan, por la mezcla de silencio sobrecogedor y música estridente, por luces y penumbras sugerentes... Son parámetros estéticos que combinados llegan a conseguir un clímax místico singularísimo. Sin embargo a mi me avergüenza que me identifiquen con estas pantomimas. Ya sé que hay miles de asuntos más perentorios que la Semana Santa… Pero está tan empalagosamente presente —exactamente igual de presente que otros muchos eventos sociales—, y tan concentrada en estos días, que resulta imposible no prestar atención y reaccionar.

Me parece que la Semana Santa es una mezcla de sentimientos que apela a lo atávico, que sirven para identificar a un grupo humano y pertenecer a él. Algo así como un conjunto de sinrazones sentimentales aprendidas desde la más temprana infancia, y sin las cuales ahora permaneceríamos desnudos. Incluso la Semana Santa podría definirse como un tiempo que busca la identidad cultural y sociológica para dar consistencia a un pueblo, incluso a un barrio frente a otro. Siempre llegamos los hombres a la tentación de identificar nuestra propia tribu por oposición a las otras.
De todo un poco hay en esta semana, incluso una difusión patrimonial tangible e intangible, la imaginería prodigiosa, el colorido folclore, la estética en las formas, los comportamientos que se ajustan a frases y poses bien determinadas, los sentimientos a flor de piel… Algo que para muchos es incuestionablemente valioso, para otros resulta fascinante y para algunos más parece ridículo. Muchos o pocos, que no sé, no nos sentimos incluidos en tales representaciones aunque pertenezcamos a la misma comunidad cultural... y esa auto exclusión se percibe como un rechazo al que disiente. Y no me atrevería a señalar desde donde parte el rechazo, o qué o quién lo inicia, pero está latente porque tal vez cada parte se sienta agredida intelectualmente por la otra.
Existe una componente a-racional en todas las manifestaciones masivas, y las que ocurren en la Semana Santa no están exentas. En muchas de ellas, especialmente en las de contenido religioso, se desarrolla una histeria colectiva que se plasma en comportamientos que acaban siendo respetados socialmente, a pesar de su inconsistencia intelectual. Se apela al mimetismo gregario de un rebaño y se denigra la singularidad crítica del individuo. Tan arraigados están estos comportamientos que aquellos que los rechazan se auto señalan socialmente. El político local que no demuestra una adhesión inquebrantable a la Semana Santa de su pueblo apenas tiene posibilidad de salir elegido. Los políticos que quieran serlo, tienen que asistir al pregón engolado, fotografiarse con tal virgen o cual nazareno, o saludar a tal cuadrilla de cargadores para tener alguna posibilidad de ganar una concejalía. Pareciera que los que demostramos indiferencia y/o abominación por la Semana Santa no fuéramos patriotas, no amásemos a nuestro pueblo; pareciera que estuviéramos huérfanos de los sentimientos propios de la buena gente, que estuviéramos al margen de los comportamientos éticos que definen a los honestos y solidarios. En suma, parece que la bonhomía no es una condición que puedan tener los que no sienten la Semana Santa como propia. Y por eso los indiferentes nos sentimos extraños en nuestra propia tierra.

Pero ante todo la Semana Santa es un asunto confesional con ramalazos de intransigencia que es apoyado, desarrollado y mimado por un Estado teóricamente aconfesional. Por eso observar a las enchaquetadas corporaciones municipales, a representantes de los cuerpos de seguridad del Estado, y de nuestras fuerzas armadas, asistiendo como tales al sinsentido de una procesión que parece una pesadilla salida de lo más añejo del anterior Régimen, es, como mínimo, reprobable y objeto de crítica. Nuestros representantes no están para apoyar ninguna confesión religiosa por muy popular que resulte. No es su función ni fueron elegidos para tal cosa. En todo caso deberían participar a título personal, con o sin capirote en la cabeza, descalzos, arrastrando cadenas o dándose latigazos, pero sin representar a nadie más que a sí mismos. Personalmente no pertenezco a este mundo y no quiero que nadie me represente en estos aquelarres místicos. De todos modos, yo observo todo esto como el que mira una jaula de monos... Algo muy interesante, por cierto.
Yo no dejo de preguntarme si el respeto que merecen a priori todos los comportamientos que no perjudiquen a los demás debe silenciar la crítica. O sea, ¿debemos obviar la sinrazón de esta semana apelando al respeto a los sentimientos y a las tradiciones, aunque sean un monumento a la irracionalidad, o debemos opinar libremente aunque cause molestias al personal?
Lo menos que podemos hacer, ya que invaden y alteran nuestras ciudades, y nos hacen sentir vergüenza ajena, es señalar que todo el que se exhibe públicamente se expone a ser observado y criticado… Incluso con acritud, aunque se arropé de religiosidad.

Imagen está tomada de internet, origen indeterminado: Rosario de la aurora en la Marina de Ceuta, años 60

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