viernes, 17 de mayo de 2013

Tenían el dedo amarillento

En aquel tiempo había muchos hombres que tenían el dedo índice amarillento, impregnado en nicotina. La piel parecía pergamino porque sostenían el cigarrillo entre el corazón y el índice, y el humo los lamía continuamente. Recuerdo muy bien a don Francisco, mi maestro, pensativo entre castigo y castigo, con el humo denso envolviendo el dedo índice y formando las volutas más arriba. Fumaba mucho mi maestro… y tosía lo suyo también. Era un tabaco de liar áspero, de posguerra española, y los liaba con mucho oficio y mucho gusto. Mi tía Isabel, que vivía pegaba a las murallas merinidas, echaba a mi tío Asensio de casa para que fumara en la acera de enfrente porque no soportaba el humo de ese tabaco tan recio… A mí, a veces me gustaba, otras no. Y no sé por qué ocurría así.

En aquel tiempo de posguerra tardía, los bigotes también terminaban con ese color dorado de nicótica, y ocurría así a fuer de recibir el humo de una colilla abandonada en la comisura de los labios. Entonces había muchos hombres con una colilla eterna prendida en los labios, y era común que los pedigüeños te rogaran ‘la pava’ del cigarrillo… Algunos pasaban una ‘pava’ generosa, que venía a ser una colilla tercio del cigarrillo. Los menos generosos la apuraban hasta que apenas se podía entregar sin quemarse los dedos. La verdad es que seguimos siendo más o menos generosos, pero ya no se demuestra así. Mi padre nunca fumó, y mi tío Chico construyó una máquina que liaba cigarrillos dándole a una manivela. Parecía una fábrica en miniatura… el tabaco en un sitio, el papel en otro y listo, cigarrillo liado, con filtro y todo. Mi tío inventaba cosas y las construía. ¡Qué buen ingeniero habría sido si hubiera tenido la oportunidad de estudiar! Pero no eran tiempos de estudios para los huérfanos de la guerra, eran tiempos de buscarse la vida cuanto antes…

Sí… recuerdo que entonces, “cuando el tiempo andaba en pantalones cortos”, las esquinas olían a meado y los portales a coles. Los bares a vino y adobo, y los parroquianos escupían en el suelo sin disimulo. Y había muchos borrachos por las calles, tantos como perros vagabundos y famélicos que los laceros recogían y desaparecían sin piedad… 




Uno pensaba —¡qué iluso!— que la línea de la historia siempre progresaba en la buena dirección, y que para nuestros hijos estas iban a ser historias nostálgicas. No contaba uno con la pereza cómplice de casi todos nosotros, con la avaricia humana, con la codicia de los poderosos. Se nos olvida que esta gente jamás regala nada y que su tarea consiste en mantenernos sometidos a sus privilegios.

Nuestros hijos tendrán que volver a pelear sus propias conquistas… Les ha llegado la hora.




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