miércoles, 20 de febrero de 2013

El güiri enamorado del acebuche

He acariciado columnas de mármol en Emérita Augusta, Corduba o Ampurias. En Baelo Claudia he manipulado ánforas que contuvieron gárum, y hasta una lasca de la calzada romana de Ubrique… para sentir —eso quisiera creer— el flujo de la historia en la yema de los dedos. Me gusta imaginar a las personas de otro tiempo que acariciaron esas mismas cosas. Los hombres pasan pero las piedras se impregnan un poco del alma de la gente que las roza…

Estaba prohibido, pero en Berlín recogí a hurtadillas una esquirla de pintura del Viejo Muro de la Vergüenza... Debería ser una esquirla llena de niebla y llovizna, como el Telón de Acero que nos dibujaban en las películas de espías. Pero esta no, esta era una esquirla de colores, como un arco iris minúsculo. Es una mínima porción de historia que conservo envuelta en una servilleta de papel… No sé, debería buscarle una cajita más digna. Es posible que cuando pase el tiempo, un buen día me levante de la silla y busque entre mis cosas, con parsimonia, ese pequeño tesoro… y, ¡quién sabe! A lo mejor se lo regalo a mi nieta y le cuente una vieja historia vinculada a esa pequeña esquirla de colores… hombres que entienden la libertad de distinta manera, que luchan por imponer su concepto a los otros; un muro que los separa y poderosos ejércitos que se apuntan dispuestos a destruir el planeta siete veces seguidas… una detrás de otra. Pobrecita nieta, a lo mejor piensa que los hombres de su generación son mejores que los que pintaron con colores el viejo Muro de Berlín.

Para sentir la vida y su historia, también abracé el tronco de un olivo centenario. Crece en mitad de una riera que desemboca en Agua Amarga, un luminoso pueblecito de Cabo de Gata. Es un árbol solitario, sorprendente e increíble. Me lo imagino soportando la corriente embravecida cuando llega una gota fría y convierte aquel desierto en un torrente incontenible. Ha debido soportar muchas avenidas torrenciales, como las que allí ocurren… que pasan lustros sin que caiga una gota de agua, pero cuando dice aquí estoy, no hay quien le quite su sitio al agua. Pues ahí está en mitad de la riera —o rambla que dirían los catalanes—, frondoso y ofreciendo la única sombra en muchos kilómetros a la redonda y, además, regalando una cosecha de olivas cada año.
A primeros de Noviembre nadie camina por la riera que desemboca en Agua Amarga. No nos cruzamos con nadie en toda la mañana… sin embargo, un guiri rubio desvaído y clarito andaba enamorado del viejo olivo —ahora que lo pienso, tal vez fuese un acebuche—. Apenas respondió a nuestro saludo y siguió a lo suyo: observar al viejo árbol desde todas las posiciones posibles. Lo rodeaba sin apartar la mirada de él. Se sentaba a cierta distancia para seguir observándolo, luego cambiaba de lugar. Hasta se tumbó en la tierra, junto al tronco, para admirar su copa desde abajo. Al final, mi compi y servidor acabamos sentados a cierta distancia entretenidísimos observando el cortejo del guiri clarito y desvaído.

— Nene —pregunta mi compi—. ¿Qué hace un guiri aquí, mirando un olivo y a primeros de noviembre?
— ¡Psss! Será que hay guiris pa tó, cariño… ¡Y como se enteren los chinos, ni te cuento!



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