martes, 29 de enero de 2013

El viajero solitario: Trebujena

San Fernando > Puerto Real > Puerto de Santa María > Sanlúcar > Trebujena
El viajero solitario se despide con un leve beso. Ella sigue en la cama, arropada y tibia como una crisálida, y apenas ronronea una despedida. Aún no ha salido el sol pero la luz del orto ya es un grito anaranjado detrás de Medina Sidonia.



El viajero solitario ha tomado la salida 666 (¡malos números son esos!) hacia Barrio Jarana… dicen que le viene el nombre de la vieja Alquería de Rayhana, de cuando los moros moraban estas tierras, antes de que el rey Alfonso el Sabio las reconquistara. En la Venta La Ventolera ofrecen al viajero una rebanada de pan rústico y un cuenco de manteca colorá de cerdo con zurrapa de papada… todo el cuenco a discreción, sin remilgos. Uno comprende que no es recomendable, pero no hago caso y la unto con generosidad. ¿No eran tres días los que se viven?
Los parroquianos de la Ventolera se preparan para otra jornada de crisis, para otro sálvese quien pueda, para otro día de trapicheos a ver que sale… La marea está baja y hay hombres mariscando en la marisma que discurre entre Puerto Real y la Carraca, esa superficie de fango que la mar cubre en cada marea…
Lo de Puerto Real le viene porque los Reyes Católicos necesitaban un puerto marítimo en esta costa; que todos los que abrían a la bahía de Cádiz pertenecían a los señores feudales de la zona, los duques de Cádiz – Arcos y Medina Sidonia que a su vez andaban a la gresca entre ellos. Parece mentira, pero desde entonces los lodos que arrastra el río Guadalete ha colmatado la bahía parcialmente. Hoy resulta impensable que sus católicas majestades dispusieran de un puerto aquí, en Puerto Real.


Pues sí, ha sido un amanecer limpio después de varios días de nubarrones. Y el sol se ha desparramado por encima de una lámina de agua salinera que parecía un espejo de azogue. Las viejas salinas permanecen a ambos lados de la carretera, pero los montones de sal se van convirtiendo en reliquias de otro tiempo… El tiempo es lo que tiene, que regala vejez a las cosas y por eso vemos agostarse el mundo que buscábamos y asistimos al cambio de paradigma social: el mundo que viene es esencialmente injusto y uno acaba convertido en algo tan obsoleto como ese montón de sal abandonado a un lado de la carretera.

Puerto Real tiene un trazado urbanístico muy racional. Parece pensado en el XVIII, cuando todo se hacía con luces. Debió ser un buen siglo el XVIII… dicen que en la década de 1730 se volvió a alcanzar el mismo nivel de civilización que se obtuvo en el imperio romano, trece siglos antes. Elucubrando en estas cosas siempre me viene a la cabeza la misma pregunta. ¿Qué habría sido de la historia si la razón -y no la religión- hubiese sido el motor de la civilización desde la caída del Imperio Romano? Imaginaos que la belleza y la razón hubieran sido las impulsoras de la historia, en lugar de la superstición y la intransigencia… ¿Qué mundo tendríamos?


Luego viene el Puerto de Santa María que tiene una rotonda con salineros y montones de sal; otra con una reproducción de “La Niña”, una de las carabelas de Colón; luego viene una estatua a Rafael Alberti que es horrorosa… han imaginado al poeta demasiado rechoncho, casi más ancho que alto. La verdad es que no entiendo a los poetas, siempre me ha parecido que la poesía era una bonita forma de esconder lo que uno quiere decir… Reconozco que algo falla en mí. A lo sumo he disfrutado con Benedetti porque hago caso a mi compadre y leo sus cosas cuando él me invita. No sé… algún día descubriré que he estado totalmente equivocado con la poesía. Supongo. Hay en el Puerto de Stª Mª, en la antigua carretera nacional que la atravesaba de parte a parte, dos impresionantes toros de bronce en el jardín de la sede central de Osborne… son tan reales que hasta daría reparo verlos sin reja de por medio.



En la carretera comarcal A-2001 hay un accidente. Un camión y un coche blanco han chocado. Parece grave. A finales de enero el trigo y la cebada empiezan a crecer, y cubren los campos de un verde jugoso. Las últimas lluvias han venido estupendamente. Hay algunos huertos solares llenos de paneles fotovoltaicos en mitad de las tierras de labor. Cada día se ven más. Me gusta el nombre que ha conquistado: huerto solar. Un pequeño grupo de palmeras ha sido pasto del picudo rojo… a este paso contaremos a nuestros nietos fábulas de ciudades llenas de palmeras, que eran una especie de árboles del desierto, que daban dátiles dulces… Se ve que el mundo no es un asunto inmutable. Un ciclo histórico termina y otro comienza, es la costumbre. Y más les vale a nuestros hijos o nietos adaptarse a la historia que les toca sufrir… y si no se adaptan, deberían pelear por lo que quieren.




Y entonces aparece Trebujena sobre un pequeño cerro de albarizas, a orillas de lo que antaño fuera el Lacus Ligustinus, esa extensa laguna litoral en la desembocadura del Guadalquivir. Es una ciudad blanca y un poco anodina. El viajero solitario toma un café mientras respira la mañana despejada del Trebujena, nombre que deriva seguramente de Trebiclanae, que viene a significar “Trebicius, el alfarero”, ciudadano romano que vivía en Asta Regia (cerca de Jerez)



Una abuela con dos nietos gemelos se sienta en mi mesa. Lo hace porque es el único sitio donde llega el sol mañanero. Por supuesto, señora, usted no molesta, le digo. Y trato de ser encantador. Le hago cucamonas al niño más cercano, pero no le arranco la mínima sonrisa. Es una abuela de las de antes; pelo blanco, viste de negro y nombra a su hija (la madre de los mellizos) constantemente. Y por más que lo intento no logro que la señora me haga mucho caso… Eso va a ser que no tengo el menor encanto para ella. ¡Fijo!



Hay cinco kilómetros entre Trebujena y la orilla del Guadalquivir… y transcurren por esa llanura empantanada que fue el Lacus Ligustinus romano. La carretera se eleva apenas un palmo del agua. Y en el río hay un embarcadero abandonado. Y hay barcos de pesca dejados a su suerte en el barro. Es triste lo que transmite este paisaje desolado. El río no es azul, es de un color chocolate aguado la mar de feo…



El viajero solitario toma la carretera que discurre paralela al río, la que va en dirección sur, hacia Sanlúcar. En poco tiempo se transforma en un carril de tierra llena de baches. No hay nadie a la vista… y al final de un meandro una pareja de franceses observa las aves de la marisma. Les digo que dos kilómetros más atrás, hay una isleta llena de cormoranes… es lo único con vida (aparte de ellos) que he visto.



Más adelante, a unos kilómetros de Sanlúcar, la marisma encharcada se transforma en un bosque de pinos y lentiscos sobre viejas dunas de arena amarilla. Una manada de toros ocupa la carreterita. La dirige un jinete con garrocha pero el caballo anda encabritado. Cuando paso a su lado, el hombre le tiene retorcida la oreja al caballo, para someterlo a su voluntad… ¡menudo animal! (El hombre, digo)

Pero me embarga una sensación de tristeza. La realidad es que el viajero solitario no acostumbra a viajar en soledad. Debe ser eso, que ella no está. El reloj me pesa en la muñeca y acabo mirándolo.


¡Joder! ¿Pero no quedamos en que un viajero solitario jamás mira el reloj?


Es entonces cuando llega la urgencia de la vuelta atrás. Y uno olvida que el regreso es la mitad del viaje… que el regreso debería ser tan estimulante como la primera parte. ¡Quia!


Tío, reconócelo: como viajero solitario eres un completo desastre.


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