Conocí a Eriberto hace casi cuarenta
años, en Conil de la Frontera, cuando Conil aún no había despertado al
turismo y era un pueblecito blanco, pequeño y con sabor a pescado fresco y a
huerta. En la arena de playa descansaban bateles. En la
Fuente del Gallo apenas se bañaban tres guiris en pelotas y para llegar a la
Cala del Aceite había que atravesar carriles de tierra entre pitas y
chumberas. La Cala del Aceite todavía era el paraíso.
Eriberto era médico. Había puesto una
pequeña consulta en el pueblo que le permitía llevar una existencia plácida y
sin pretensiones materiales. Contaba cosas graciosas de lo bruto y entrañables que eran
algunos de sus pacientes, todos ellos gente sencilla, del campo o del mar, que de todos lados le visitaban. Contaba que esos hombres, curtidos al sol desde que nacen, duros como una roca y
machistas carpetovetónicos de raza, le tenían tanto pánico a las jeringuillas
que terminaban dando quejiditos que parecían damiselas. Que hasta tres copas de
coñac se metían en el cuerpo para envalentonarse y recibir la inyección con
cierta dignidad. Era muy amigo de mi amigo Manu (don Manuel), el director del
colegio, y en un par de ocasiones hicimos tertulia los tres en un bar que había
cerca del arco que daba entrada al pueblo… por cierto, solían poner pajaritos
fritos al ajillo. Eso era antes de la concienciación por la que muchos hemos
pasado. Con el tiempo se prohibió esta caza indiscriminada de aves, pero los
sinvergüenzas recalcitrantes seguían ofreciéndolos clandestinamente en las
ventas de carretera bajo el nombre de langostinos…
— ¿Quieren ustedes unos langostinitos
frescos-frescos…? —. Y te guiñaba un ojo con carita de complicidad que me
daban ganas de decirles que eran gilipollas.
La mujer de Manu era Carmiña, licenciada
en exactas. Una chica monísima y dulce de la que era muy fácil enamorarse.
Carmiña freía los huevos en manteca de cerdo, y tuvieron a Lucia una niña
guapísima que ya debe ser una mujer hecha y derecha, y seguro que muy
atractiva. Manu, Carmiña, la Novata y servidor nos conocimos mientras moría
Franco y más o menos estudiábamos en la Universidad de Sevilla… Eriberto, no. Eriberto era
cubano y algo mayor que nosotros.
Había abandonado Cuba hacía años. Allí
quedó su familia, sus raíces, la revolución y Fidel. Solo en petit comité y después de la tercera
copa de coñac se deslenguaba un poco, pero ni aún así era claro. No, no le
gustaba demasiado hablar de su pasado. A fuer de escucharle detalles inconexos
fui componiendo su historia. Yo creo que se avergonzaba de su huida y de haber
dejado atrás una mujer, y tal vez algún hijo. Y sin embargo decía abiertamente
que él comprendía la revolución cubana, y la necesidad de reajustar una
sociedad tan arraigadamente injusta y desigual. Explicaba los éxitos de la
revolución en la erradicación de las desigualdades, en la eliminación total del
analfabetismo, en la construcción de una sanidad y educación para todos, sin
distinción de cuna… pero terminaba reconociendo que la revolución era durísima
para los que se creían merecedores de mantener sus privilegios de clase. Sí… yo
creo que el doctor Eriberto no estaba contento consigo mismo.
Por lo visto dio muchos tumbos antes de
acabar en Conil. De Miami pasó a Londres, Barcelona y Alicante, para recalar
finalmente en ese rincón perdido en el mapa porque un conocido de un conocido
le dijo no sé qué cosa. Y llegó de la mano de una mujer de las que aman sin
esperar nada a cambio… y eso recibió Nuria, una gratitud distante y respetuosa,
pero nunca amor. Ambos lo sabían y aceptaban la situación. Era su trato vital…
Nuria no se separó de su lado ni un
minuto. A Eriberto le diagnosticaron un cáncer de laringe y ese mismo día se
encerró en su casa y se dejó morir… o se provocó él mismo una buena muerte.
Nunca lo sabremos. De nadie se despidió. No consintió que nadie le visitara durante el
proceso de su enfermedad, ni siquiera Manu. Se llevó consigo la historia
completa de su vida y sus secretos.
Era muy querido en el pueblo, entre
otras cosas, porque la tercera copa de coñac —con la jeringuilla ya en la mano—
la solía compartir con sus pacientes miedosos, y cuentan que a su entierro
asistieron decenas de hombres duros como rocas y curtidos al sol
de cada día, que lloraban como damiselas escondidos bajo las boinas…
6 comentarios:
Perfecto retrato de aquel Conil, y de aquellas tardes y noches de agradables tertulias que a veces compartimos. Preciosos recuerdos...
Un abrazo.
Perfecto retrato de aquel Conil, y de aquellas tardes y noches de agradables tertulias que a veces compartimos. Preciosos recuerdos...
Un abrazo.
Me da mucho pudor nombrarlos directamente... no tengo su permiso. Pero valga como relato. Yo también recuerdo esas tertulias y se me entre cierran los ojos, viejo amigo. Fuerte abrazo.
Podía ser el comienzo de una gran novela.
Precioso y con mucho talento.
Un abrazo.
Podía ser el comienzo de una gran novela.
Precioso y con mucho talento.
Un abrazo.
Otro para ti, Pepe. Un placer verte por aquí...
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