martes, 2 de agosto de 2016

Un árbol en el tejado


El edificio número 42 era el cuartel de Infantería de Marina de los viejos Polvorines de Fadricas. Hoy, después de quince años de abandono, es una ruina realmente singular: en la azotea le ha crecido un eucalipto de enormes proporciones. Las raíces colonizaron los desagües hasta colmarlos y reventarlos, y profundizaron en las paredes hasta llegar al suelo y buscar y encontrar la capa freática… se ve que los eucaliptos conocen muy bien su trabajo. Estos elementos por separado -la ruina de un cuartelillo y un árbol- no significan gran cosa, pero la simbiosis de ambos elementos y la sorpresa que provoca la composición sí resulta interesante.



Es tan grande el árbol, y está en una situación tan inestable, que el día menos pensado caerán ambos, el árbol y el viejo cuartel… a no ser que tomemos conciencia de la extraña situación: un enorme eucalipto enraizado en una frágil ruina que lo sostiene de forma inestable.

¿Y si fuéramos capaces de reconocer en esta singularidad una simbiosis patrimonial, natural y cultural al mismo tiempo? ¿Y si fuéramos capaces de hacer lo necesario para convertir esta singularidad en algo bello, estable y duradero, en algo digno de admirar en el tiempo? Esta elucubración utópica intentaría estabilizar la ruina, dejarla reconocible como tal y mimar al ser vivo que aloja y soporta. ¿Por qué no?

Si no recuerdo mal, cada quince días llegaba a ese cuartelillo un destacamento de infantes de marina al mando de un teniente. Estos hombres se hacían cargo de la vigilancia del amplio recinto de los Polvorines de Fadricas (San Fernando, Cádiz). Veintiséis almacenes, cargaditos de municiones para la Armada Española, bien merecían un cuidado especial.

Recuerdo que intermitentemente llegaba un infante tan bruto que le gustaba incitar a un macho cabrío que andaba por allí, para toparse con el animal. Este bicho (el de cuernos, digo) andaba por los polvorines a su antojo, le llamábamos Perico en clara alusión a don Pedro, el jefe de todo aquello, que también lanzaba cornadas a diestro y siniestro. El animal tenía una mala leche aprendida y espoleada por los propios infantes de marina, que lo buscaban y lo cabreaban hasta que atacaba. El juego consistía en esquivarlo, pero cuando el bicho quedaba frustrado la emprendía con las motocicletas y con los coches… o con los químicos que íbamos del laboratorio a la oficina sin saber nada de la pelea que tenían montada estos cabrones. ¡Malditos tales! Los dos, los de cuernos y los de cabeza pequeña y dura. El pobre Perico acabó loco como una cabra y totalmente incontrolable. Era peligroso hacer cualquier recorrido al descubierto porque si te pillaba desprevenido te envestía.

Al Perico nos lo comimos unas navidades en la cantina de los polvorines. El sargento-cocina lo adobó con tomillo y la mejorana que crecía en la parte alta, entre los polvorines B6 y B10… unas plantas muy olorosas, por cierto. Guardaron el cráneo con sus cuernos tan retorcidos como sus ideas. Lo limpiaron, blanquearon y lo colocaron sobre la puerta del cuartelillo. Desde entonces don Pedro, que era Capitán de Fragata, jefe de los Polvorines de Fadricas, no sabía cómo reaccionar cuando nos referíamos en su presencia a ‘los cuernos del Perico’. ¡Con lo que era don Pedro!

Pues ya digo, hoy el edificio 42 -el viejo cuartel de Infantería de Marina- ofrece su frágil techumbre a un árbol que cuanto más crece más se condena. Siempre me ha fascinado ver cómo la vida se abre camino en cualquier lugar… brotes tiernos que son capaces de reventar el asfalto; raíces que levantan aceras; higueras que salen de pequeñas rendijas… todos estos ejemplos se adaptan, pero el enorme árbol sobre el techo de un viejo cuartel no tiene futuro. Es algo singular y efímero… y por eso me resulta bello.

Todo lo singular es valioso, máxime si nos queda tan escaso tiempo para disfrutarlo. No creo que podamos hacer mucho… las utopías siempre son muy lejanas. Por desgracia tenemos que reconocer que hoy la belleza no es rentable.


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