sábado, 17 de octubre de 2015

Lucho

Había viajado por todo el mundo pero yo le conocí en Cádiz, donde la luz del atardecer enamora. No sé… siempre se nos olvida que nuestros paisajes cotidianos pueden resultar extraordinarios para el que los mira por primera vez. Eso le pasó a Lucho, que se remansó en la Caleta y fue aquí donde dejó de huir y empezó a dejar que el mundo y la vida pasaran por delante de él, sin interferir…

…pero no sé, la verdad. Lo mismo no fue la luz de la Caleta, o el paisaje y el paisanaje de Cádiz, a lo mejor lo que le hizo varar en la orilla fuera Silvia.

Teníamos amigos comunes y por eso nos veíamos ocasionalmente. Y desde el principio supe que era un tío singular. Se nota cuando el bagaje de alguien no es fruto de lecturas, sino de viajes, de conversaciones y de experiencias vividas en la propia piel. No da la mano, te abraza. Recuerda en qué punto dejamos la conversación de hace dos meses. Pregunta por el asunto que tenías entre manos la última vez… Y a fuer de pequeñas conversaciones aprendí algunos retazos de su vida. No fue fácil, porque no era mi intención conocer más allá de lo que él mismo quisiera contar y porque no suele hablar de sí mismo… casi siempre era Silvia la que nos iluminaba con detalles de su vida.

De familia acomodada, más bien incrustada en la élite sociológica que mantuvo a la dictadura militar en Argentina y, por tanto, cómplice silenciosa de los crímenes. Sin apuros económicos. Comenzó a trabajar en el banco de su padre. Su futuro era prometedor y estaba asegurado… pero Lucho escapó pronto de esa vida encorsetada. Por injusta y por asfixiante. Nunca sabemos exactamente cómo o en qué momento se conforman nuestras convicciones vitales… a veces sólo somos conscientes de ellas después de un ramalazo irracional. Algo así le debió suceder a Lucho. Simplemente tuvo que huir de la vida regalada.


Se marchó y se ganó la vida seduciendo con su acento argentino y aprendiendo a renunciar a las necesidades impuestas e inútiles. Aprendiendo a disfrutar de los momentos que regalan nuestros días, en cualquier instante y en cualquier lugar. Viajó para visitar a amigos en Francia y Suiza. Aprendió a tocar extraños instrumentos musicales en la India y Vietnam. Y contempló cientos de amaneceres en cientos de sitios distintos… sin prisas, sin corbatas, sin horarios. Enseñó italiano, inglés y español en cada uno de esos lugares. Y acabó —no sabe explicar exactamente cómo— remansando en Cádiz, como un río en su tramo medio.

Pues han pasado algunos años y no se le desdibuja de la cara la satisfacción de ver el paisaje de cada día como si fuera la primera vez que lo encuentras…

¡Cómo coño lo hará el cabrón!  

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