domingo, 28 de septiembre de 2014

Gente sorprendente: Félix

Hace mucho que no sé de él, pero debe seguir siendo un gallego atípico… ¡siempre sabía adónde iba! Recuerdo que le gustaba sentarse encima de un murete de piedra, de esos que sirven para deslindar las tierras en ese país, y observar con unos prismáticos los pájaros que cruzaban por delante — ese es un tal, aquel un cuál — te iba diciendo. Y así pasaba las horas el tío.



Un día nos llevó a buscar endrinas a un bosque autóctono, de esos que deben estar llenos de meigas y fendetestas. Usamos un Land Rover para subir a un lugar cercano a Chandrexa de Queixa, en lo más profundo de Ourense. Era un bosque húmedo, intocado por manos humanas, una especie de reliquia botánica que no se sabe cómo se mantenía al margen de los fuegos que cada año carbonizaba buena parte de Galicia. Félix conocía muy bien esos caminos por su condición de capataz de una brigada contra incendios, y era su obligación trazar rutas para llegar a cualquier sitio. Nos comentó que los indicadores biológicos de ese lugar estaban perfectos, es decir, no sé qué musgos y no sé cual gusarapo aún vivían allí con una salud envidiable, y eso iba parejo al buen estado del bosque… Pues en lo más recóndito de ese bosque relicto, plagado de troncos centenarios, cubiertos de auténticos almohadones de musgo verde escarlata, allí en el sotobosque, crecían unas endrinas grandiosas. Fueron las primeras que veía en mi vida porque en el norte de África no se dan, que yo sepa. Y luego, en la cocina de su casa, preparamos las botellas de orujo casero con un buen poso de endrinas para que maceraran. Me duraron años las botellas que me regaló. Lo que se dice patxarán no le salió, la verdad, pero aquello entonaba y diluía la grasa del churrasco de vaca la mar de bien.

El asunto es que nos alojamos en su casa sin conocernos. A_Cooper, una amiga común, nos había puesto en contacto y él nos la ofreció desinteresadamente y sin ninguna condición. Pero justo el día que debíamos llegar tuvo que irse a no sé dónde. Entonces nos dejó las llaves en el único garito de comestibles que había en la aldea. Y así fue cómo entramos en la casa de un extraño que se fiaba de nosotros sin conocernos de nada. Por eso digo que Félix era atípico…

¿Qué dice la casa de un desconocido cuando husmeas en ella a hurtadillas? Vas leyendo los indicios… unas botas llenas de barro al lado de la puerta; un cayado rústico, sin rematar; un impermeable de hule, una pequeña biblioteca. ¡A ver! ¿Qué libros lee este tío? Libros de naturaleza, de pájaros, el Corazón de las Tinieblas, revistas de ecología en la mesita de noche. Una cocina con orden e higiene aceptables, pero sin pasarse. Un cuaderno de crucigramas en el retrete… se ve que se lo toma con calma. Pues así conocimos a Félix: en ausencia. Pero era mucho mejor persona de lo que leímos en esos indicios…

Al otro lado de la calle donde estaba su casa comenzaba un bosque espeso lleno de fragancias, con arbustos de acebo que llegaban a ser árboles. Mi compi tiene predilección por ese arbusto de hojas tan lustrosas… y Félix te iba explicando: esta baya no se come, esta sí; de esta corteza se saca una infusión que sirve para tal y cual; en ese tronco vive un búho… mira las egagrópilas que larga el tío. Tenía una forma de decir que jamás te sentías ignorante junto a él, al revés, te sentías un privilegiado por estar a su lado…

En ese viaje fue cuando entablamos conversación con un lugareño de la ribera del río Sil. Un señor, con botas de agua y paraguas ajado colgado del antebrazo, que había dedicado toda su vida a cultivar vides y a cuidar cuatro o cinco vacas. Y decía que él ya no entendía el mundo, que le pagaban por tener sus cuatro vacas y nada más. Simplemente por eso… pero tenía que tirar a la calle decenas de litros de leche cada día porque tenía prohibido venderla. Y eso hacía, formar un reguero de leche que se perdía calle abajo hasta que la tierra la embebía. Y nos contó que vino una prima de A Coruña a pasar una temporada con él, y que se horrorizó de ver ese despilfarro. Y muy dispuesta ella — decía el hombre —, se puso a labrar queso hasta que llenó de piezas todo el cobertizo. Y cuando ya no tuvo más espacio, empezó a tirar la leche… ahora ya sin remordimiento —apuntó—. Se llevó a la capital el coche lleno, pero ahí siguen los que quedaron, que a ver si un día los tiro porque ya no lo quieren ni los cerdos… Desde luego, hay cosas que no encajan bien en este sistema.

Cuando se acabó nuestro tiempo le regalé mi bastón tallado para que sustituyera el tosco cayado que usaba. Era el que estaba tallando en ese momento, una vara gruesa y recta de un chopo que creció en la Sierra de Cazorla. Había grabado cerca de la empuñadura una leyenda inspirada en las palabras del jefe Seattle: “La Tierra no nos pertenece, le pertenecemos”. Creo que a Félix le iba bien.

El día que nos marchamos de su casa había dejado encargada en la panadería del siguiente pueblo una empanada de carne y chorizo que nos duró tres días. Era un gallego atípico este Félix. Sí… de alguna forma conseguía que un joven arce creciendo en mitad de un macizo de acebos fuera la cosa más importante del mundo. Y así te hacía sentir a ti...

…hombres así no pueden faltarnos.

8 comentarios:

Unknown dijo...

Precioso,como todo lo que "cuentas"...

Miguel Ángel López Moreno dijo...

Gracias, amiga. Bonita foto te has puesto, por cierto!!

Anónimo dijo...

Aún queda gente como Félix en los pueblos, gente que ama su entorno, que lo mima, que lo enseña orgulloso. Gente íntegra que no entiende que se tire la leche cuando tanta gente no tiene para comprarla, yo tampoco lo entiendo. Como eso de que paguen por dejar los campos en barbecho...
Me ha gustado mucho.
Un beso. Estrella

Carlos Martinez dijo...

Y tanto que no puede faltarnos porque si no habría que inventarlos. Son anteriores al mundo de las pantallas tactiles y la gente cuadrada. Y una gozada leer como lo cuentas. Gracias.

Miguel Ángel López Moreno dijo...

Gracias, Estrella. He visto que los recuerdos de tu niñez también se cobijan en pueblos pequeños. Un beso, amiga.

Miguel Ángel López Moreno dijo...

Es verdad, Carlos... la gente como Félix es anterior y superior al mundo que tenemos. Es un placer cruzarse en su camino, y aprender de ellos. Un cordial saludo.

mmhr dijo...

Hola, Miguel Ángel. Algún que otro Félix he tenido la suerte de encontrar en lugares olvidados de España. Una suerte conocerlos. Es un relato entrañable, cercano como Félix. Felicidades. Un abrazo.

Miguel Ángel López Moreno dijo...

Cierto, Calipso... es un privilegio conocer gente así. Un cordial saludo!!