viernes, 2 de enero de 2009

Mis hijos fueron pequeños


¡Hola! Me llamo Iñigo Montoya, tú mataste a mi padre, prepárate a morir…

El valiente caballero español estaba mal herido, pero sus deseos de venganza le hacían revivir por momentos… Mis dos hijos, con los ojos como platos y sentados en el borde de la butaca, no perdían el menor detalle porque de un momento a otro al malvado le iban a dar lo suyo. (Eso se decía en La Princesa Prometida, Rob Reiner, 1987)

Y me entusiasma recordar cómo disfrutaban de la escena; y la de veces que los he acosado persiguiéndolos por la casa como si fueran ellos los malvados… ¡Hola! Me llamo Iñigo Montoya… ¡Papá, que me dejeeees!

En otras ocasiones, componía el gesto y les decía con voz desgarrada: A Dios pongo por testigo que jamAAAás volveré a pasar hambre… Mis hijos se miraban entre ellos como diciendo: ¡Joder, hermano, ya está otra vez papá con las tonterías…!

Otras veces les miraba directamente, desde cerca, con gravedad, y les recitaba con ojos soñadores y tristes:

Yo he visto cosas que vosotros no creeríais... atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la puerta Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de moriiiir… Y les apretaba de mentirijilla el cuello para que murieran. ¡Mamáaaa, que papá no me dejaaaaaaa! (Blade Runner, 1982, Ridley Scott)

Pero lo que más les gustaba (en el fondo me buscaban) era cuando ponía voz de abuelito e imitaba un tema de Aguaviva, que a su vez era un poema de César Vallejo del año 1937 (la masa), que decía así:

Al fin de la batalla,
y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre
y le dijo: «No mueras, te amo tanto!»
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Se le acercaron dos y repitiéronle:
«No nos dejes! ¡Valor! ¡Vuelve a la vida!»
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Acudieron a él veinte, cien, mil, quinientos mil,
clamando: «Tanto amor, y no poder nada contra la muerte!»
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Le rodearon millones de individuos,
con un ruego común: «¡Quédate hermano!»
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Entonces, todos los hombres de la tierra
le rodearon; les vió el cadáver triste, emocionado;
incorporóse lentamente,
abrazó al primer hombre; echóse a andar…
Je, je, je… cuando el cadáver (que era yo mismo) se incorporaaaaba leeennnntameeennnte y andaba hacia ellos con la intención de abrazarlos, con las manos extendidas como un zombi, Alejandro salía despavorido y se escondía debajo de la cama, y Álvaro se parapetaba detrás de su madre… y cuanto más histéricos se ponían más me gustaba asustarles… al final se aprendieron el poema de principio a fin...·…joder-joder, ¡qué rápido pasa el tiempo! ¿Verdad?
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