Domingo,
22 de marzo de 2020. Primera semana de cuarentena. La cama me rechaza temprano.
En el Sur amanece un estupendo día de primavera. Después de la lluvia nocturna el
patio huele a la tierra mojada. Disfruto de ese instante y procuro desechar
cualquier otro pensamiento. Más nos vale. Boro-boro trota contenta hacia el
parque del Barrero… pero está cerrado. El estado de alarma tiene estas cosas. Por
el camino solo nos cruzamos con otro perrito y su dueño. No nos conocemos, pero
nos saludamos con una especial cordialidad (los humanos, digo). El otro perro
se encara con un gato indolente que toma el sol en mitad del camino. No se inmuta
el felino. Boro-boro ladra envalentonada para ayudar a su colega… pero el gato sigue
impasible en su puesto. Ni se molesta en abrir los ojos y los perros mantienen
la distancia. ¡Esto no es lo que era! Los tiempos siguen cambiando desde que lo
anunció Dylan… y me parece que jamás van a dejar de cambiar.
Gente junta / (c) Milan-2012 |
Ayer
dio una charleta televisiva el presidente Sánchez. A él le toca ser la cabeza
visible de este país enclaustrado. ¿Logrará serlo? Este coronavirus, y las
medidas para combatirlo, está creando entre nosotros la conciencia de
pertenecer a un mismo colectivo (me parece que esto pone de los nervios a la
derecha filofascista, y a la otra también). Es algo que teníamos muy atrofiado,
lo de sentirnos miembros de una misma cosa, digo. Ahora, cuando nos ataca el
mismo enemigo, en cuestión de días estamos redescubriendo de somos un pueblo
capaz de cosas que ni sospechábamos. Es verdad que la pandemia nos hace vulnerables,
que nos sumerge en un baño de humildad, pero al mismo tiempo parece que —de
momento— nos hace mejores personas. Da la sensación de que con el país en
cuarentena entendemos por fin qué es lo verdaderamente valioso en nuestro
modelo de sociedad: los ciudadanos. Y en concreto, la gente que pelea cara a
cara contra el virus en hospitales, en las calles y fábricas, en los servicios
básicos, en las fuerzas armadas, en las distintas policías y demás funcionarios;
los miembros de protección civil, los que trabajan en el sector primario, los
que están detrás de las cajas de los supermercados y muchos más… Ciudadanos fundamentales
mantienen nuestro entramado vital. Son ellos lo más valioso de nuestra sociedad.
El
virus ha servido para entender eso, que el sostén del Estado no son los
políticos, ni las estrellas del deporte, ni los famosetes encumbrados por la
telebasura, ni los privilegiados por nacimiento. Muchos de estos —incluida la
familia real, por supuesto— se han convertido, de la noche a la mañana, en personas
prescindibles. Sólo son un mal escaparate de la sociedad, son el circo cutre, productos
de usar y tirar… y, por lo general (salvo honrosas excepciones), difícilmente
son ejemplo para nadie.
Hoy
hemos comprendido que una cajera de supermercado es mucho más importante que un
futbolista o un famosete infumable. ¡Qué pequeñas y que ridículas parecen ahora
esas estrellas mostrando en las redes sociales sus gracietas encerrados en sus
lujosas casas! ¡Qué insustancial parece el rey diciendo a destiempo pamplinas
que a nadie interesa!
Susana,
mi cajera-reponedora del MAS, es mucho más importante que cualquiera de ellos. ¡Ahí
está, detrás de la caja, expuesta día tras día a un contagio! ¿Por cuántos
euros al mes se expone Susana? ¡Ojalá! la pandemia nos sirva de reflexión y comprendamos
que el objetivo de toda política debería ser el bienestar de los que sostienen
a la sociedad: la gente real, la importante, es decir, el pueblo —esos héroes
anónimos que se lo trabajan y cumplen con sus obligaciones—. Los que construyen
día a día la intrahistoria unamuniana. A esa gente debemos la cohesión de
nuestra sociedad, no a los que emergen de la basura mediática, no a los que
nacen en camas nobles, no a los surgen de una democracia formal y traicionada.
Me
gustaría que una de las consecuencias de esta crisis sanitaria, social y
económica fuese un cambio de mentalidad que reconozca al pueblo —no a las
élites ni a los mercados— como el pilar básico de la sociedad. Y que su
bienestar sea el objetivo inviolable de la política.
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