Este artículo se publicó en La Voz del Sur
Hay un
payaso junto al BBVA, en la plaza de los hornos púnicos. Hace malabares con
tres pelotas de tenis a cambio de la voluntad… pero poca voluntad me parece a
mí que fluye por aquí. En el centro de la plaza hay eso, hornos púnicos y
fenicios, pero nunca sé cuáles son los fenicios y cuáles los cartagineses. Y me
maravilla que haya gente que los estudie y los sepa distinguir. Ya me gustaría.
Supongo que con tiempo y dedicación todo se consigue… recuerdo que una vez —con
tiempo y dedicación— fui capaz de entender la ecuación de Schrödinger, ese galimatías de
símbolos cuánticos que explicaban el electrón. Pero no sé, eso de emplear el tiempo
en una cosa u otra lo llevo ahora con mucho recelo. Porque sí, porque a ciertas
edades, conforme el tiempo fluye inevitablemente hacia su agotamiento, uno va
pensando en lo valioso que es, y hay que decidir cómo se utiliza …o cómo se
pierde, que también es una opción. Ya sé que no podré leer todos los libros que
debería, ni entender yo-qué-sé-cuántas cosas para estar y ser mejor en el mundo
que me ha tocado vivir. No sé… la gente de las aceras, la gente normalita, nos
hemos pasado los últimos años tratando de entender —con éxito variable, por
cierto— las crisis que nos han echado encima los que mandan en la sombra sin
nuestro permiso. Entiendo que la dinámica social se me escapa, que la sociedad va
mucho más rápida de lo que yo alcanzo a asimilar y cuando medio asumo las nuevas
tendencias, me las cambian y se me queda cara de tonto.
Sin
embargo, hay algo que nunca cambia, ni en esta ni en las anteriores
generaciones: la eterna lucha entre los oprimidos y los privilegiados. Los
muchos peleando por alcanzar derechos y los menos defendiendo unos privilegios que
consideran de su propiedad y que mantienen a costa de la sumisión de los primeros.
Desde el principio de los tiempos estamos con esto… parece que esta lucha es el
motor de la historia. En lo más profundo, la sociedad humana es muy parecida a una
bandada de buitres devorando carroña. No hay mejor escena caótica para visualizar
lo peor de nosotros mismos. Los más fuertes apartan, pisotean, aplastan y se
hartan de carroña para continuar siendo los dominantes. Los débiles no alcanzan
a comer más que los pocos despojos de despojos para continuar siendo los dominados.
Esa es una constante en la dinámica vital de los buitres, pero también es una
constante en la historia de las civilizaciones humanas. Y me parece que por
encima de la ley del más fuerte deberíamos imponer el raciocinio y esa
componente cultural que —se supone— nos hace humanos. Seguro que hay carroña
para todos si se acuerda un orden racional… pero no aprendemos. Yo creo que es
nuestra condición, que siempre aparece algún grupo que se salta la fila para
comer en primer lugar, más y mejor. Somos capaces de componer sociedades
avanzadas en lo social y en lo humano (el arte, la creación, la belleza, la ciencia,
la conciencia, la tecnología, la solidaridad, la ecología, etc., lo demuestran),
sociedades que se organizan en torno a la voluntad popular y, por tanto,
teóricamente capaces de elevarnos por encima del caos de una bandada de
buitres… pero ¡quia! Son ilusiones. La realidad es que las sociedades
democráticas no se organizan en torno a la voluntad popular sino en torno al
poder de los mercados. Y cuando nos gobiernan los mercados y sus sacrosantas
leyes, se nos va a la mierda la felicidad de las personas, volvemos a la orgía
carroñera de los buitres y al darwinismo social. Estos días lo hemos visto en Cádiz
(sur de España): los
obreros del metal luchan por sus derechos. Los buitres dominantes
se los regatean. Los secuaces vocean infamias…
Sí… conforme
el tiempo personal se agota parece fluir con más velocidad. Nos vamos quedando
sin tiempo para asimilar las cosas que pasan a tu alrededor. Sin embargo, uno
se consuela pensando que nadie alcanza a comprender el universo y mucho menos los
vaivenes de la sociedad humana. Bueno, no importa, tampoco comprendemos las utopías
o las entelequias y ahí estamos, buscándolas…