jueves, 25 de noviembre de 2021

La eterna lucha entre oprimidos y privilegiados

 Este artículo se publicó en La Voz del Sur



Hay un payaso junto al BBVA, en la plaza de los hornos púnicos. Hace malabares con tres pelotas de tenis a cambio de la voluntad… pero poca voluntad me parece a mí que fluye por aquí. En el centro de la plaza hay eso, hornos púnicos y fenicios, pero nunca sé cuáles son los fenicios y cuáles los cartagineses. Y me maravilla que haya gente que los estudie y los sepa distinguir. Ya me gustaría. Supongo que con tiempo y dedicación todo se consigue… recuerdo que una vez —con tiempo y dedicación— fui capaz de entender la ecuación de Schrödinger, ese galimatías de símbolos cuánticos que explicaban el electrón. Pero no sé, eso de emplear el tiempo en una cosa u otra lo llevo ahora con mucho recelo. Porque sí, porque a ciertas edades, conforme el tiempo fluye inevitablemente hacia su agotamiento, uno va pensando en lo valioso que es, y hay que decidir cómo se utiliza …o cómo se pierde, que también es una opción. Ya sé que no podré leer todos los libros que debería, ni entender yo-qué-sé-cuántas cosas para estar y ser mejor en el mundo que me ha tocado vivir. No sé… la gente de las aceras, la gente normalita, nos hemos pasado los últimos años tratando de entender —con éxito variable, por cierto— las crisis que nos han echado encima los que mandan en la sombra sin nuestro permiso. Entiendo que la dinámica social se me escapa, que la sociedad va mucho más rápida de lo que yo alcanzo a asimilar y cuando medio asumo las nuevas tendencias, me las cambian y se me queda cara de tonto. 

Sin embargo, hay algo que nunca cambia, ni en esta ni en las anteriores generaciones: la eterna lucha entre los oprimidos y los privilegiados. Los muchos peleando por alcanzar derechos y los menos defendiendo unos privilegios que consideran de su propiedad y que mantienen a costa de la sumisión de los primeros. Desde el principio de los tiempos estamos con esto… parece que esta lucha es el motor de la historia. En lo más profundo, la sociedad humana es muy parecida a una bandada de buitres devorando carroña. No hay mejor escena caótica para visualizar lo peor de nosotros mismos. Los más fuertes apartan, pisotean, aplastan y se hartan de carroña para continuar siendo los dominantes. Los débiles no alcanzan a comer más que los pocos despojos de despojos para continuar siendo los dominados. Esa es una constante en la dinámica vital de los buitres, pero también es una constante en la historia de las civilizaciones humanas. Y me parece que por encima de la ley del más fuerte deberíamos imponer el raciocinio y esa componente cultural que —se supone— nos hace humanos. Seguro que hay carroña para todos si se acuerda un orden racional… pero no aprendemos. Yo creo que es nuestra condición, que siempre aparece algún grupo que se salta la fila para comer en primer lugar, más y mejor. Somos capaces de componer sociedades avanzadas en lo social y en lo humano (el arte, la creación, la belleza, la ciencia, la conciencia, la tecnología, la solidaridad, la ecología, etc., lo demuestran), sociedades que se organizan en torno a la voluntad popular y, por tanto, teóricamente capaces de elevarnos por encima del caos de una bandada de buitres… pero ¡quia! Son ilusiones. La realidad es que las sociedades democráticas no se organizan en torno a la voluntad popular sino en torno al poder de los mercados. Y cuando nos gobiernan los mercados y sus sacrosantas leyes, se nos va a la mierda la felicidad de las personas, volvemos a la orgía carroñera de los buitres y al darwinismo social. Estos días lo hemos visto en Cádiz (sur de España): los obreros del metal luchan por sus derechos. Los buitres dominantes se los regatean. Los secuaces vocean infamias…  

Sí… conforme el tiempo personal se agota parece fluir con más velocidad. Nos vamos quedando sin tiempo para asimilar las cosas que pasan a tu alrededor. Sin embargo, uno se consuela pensando que nadie alcanza a comprender el universo y mucho menos los vaivenes de la sociedad humana. Bueno, no importa, tampoco comprendemos las utopías o las entelequias y ahí estamos, buscándolas…


lunes, 15 de noviembre de 2021

La misteriosa piedra del tío Chico

 La misteriosa piedra del tío Chico (lavozdelsur.es)


La misteriosa piedra del tío Chico
La misteriosa piedra del tío Chico

Poco tiempo le queda a la plaza del Rey de San Fernando en la disposición actual... lo digo por la próxima remodelación, no por mis preferencias republicanas. O sea, tranquilos, que no se va a llamar Plaza de la República. Ya nos gustaría a muchos o pocos, pero no, seguirá siendo la plaza del Rey. Van a quitar las palmeras, los robustos laureles de indias —que, por cierto, hace años que podrían haber creado una bóveda capaz de cubrir de verde toda la plaza… pero las podas castrantes lo mantienen como setos cuadrados—.

De paso y de tapadillo se llevarán el caballo del general Varela, con el jinete incluido, a un almacén. No porque su presencia en mitad del pueblo sea un atentado a la decencia (que también), sino porque no encaja en el nuevo diseño de la plaza. Bueno, las cosas son como son y al final todos nos conocemos y nadie engaña a nadie. Van a dejar la plaza totalmente diáfana, tal y como fue diseñada en el siglo XVIII. Como espacio dieciochesco será un ágora ejemplar, pero como plaza pública ubicada en el tórrido sur será impracticable durante los días de verano, cuando el sol caiga a plomo derritiendo sesos y entendederas. No sé yo... además, la falta de acuerdos prácticos en la cumbre climática de Glasgow no va a mejorar las expectativas de salir ileso después de atravesar esa superficie abierta en los días de verano. Eso sí, al atardecer será un escenario estupendo para la celebración de una enorme variedad de eventos populares… Una cosa por la otra.

Por lo que se ve, después del confinamiento, cuando hemos vuelto a salir y medio recuperado la cercanía social, las terrazas se han expandido como el universo en sus primeros nanosegundos de existencia. Hoy las terrazas bordean la plaza del Rey en sus cuatro costados y ocupan buena parte de la superficie útil. Y, aparentemente, todos —hosteleros, consumidores y paseantes— parecen estar contentos con la situación. Hay mesas por todos lados y el espacio común ha menguado en beneficio de los negocios privados. ¿Será así para siempre o el espacio común que se ha privatizado volverá a lo público? No digo que esto sea necesariamente inconveniente, digo que es un espacio público, común, de todos, arrendado (creo) al negocio privado.

Esa tarde, servidor es uno de los usuarios de las terrazas, conste. Descafeinado con leche y churros, pido. El sol cae detrás de Varela, el general bilaureado y traidor a la patria, convertido en contradictorio jinete de bronce cagado de palomas. Se han ocupado todas las mesas mientras atardecía, señal de que estamos contentos con la cosa. Es una tarde de otoño espectacular. Ni frio ni calor. Los niños gritan como poseídos por espíritus ahítos de anfetas. ¡Qué vitalidad tienen los puñeteros, pordió! Eso va a ser que me hago mayor... el camarero no para de servir café y churros a 2,40 € el servicio, y lo hace con rapidez.

Pero hoy ha fallecido el tío Chico, hermano menor de mi padre… y nos hemos quedado sin referencias. No nos queda nadie de su generación. Todos los hijos, nueras y yernos de la abuela Mamina, que nació en Ceuta en el año 1900, han fallecido. Hoy somos seis primos enfrentados directamente a la muerte. Nada nos separa de ella. Ya no tengo a nadie que me aclare cualquier detalle oscuro de mi niñez. Tengo un momento muy chungo cuando rememoro la última conversación con el tío Chico. Curiosamente, la primera bofetada que yo recuerdo en mi vida me la dio él porque me advirtió que no tocara una cosa peligrosa, y la toqué. Había construido una escopeta submarina que lanzaba arpones con una fuerza extraordinaria —el tío Chico hacía inmersiones con botella y pescaba meros gigantescos por las costas de Ceuta en los años 50 del siglo pasado— y estaba probando el gatillo y la potencia de las gomas elásticas en la bañera de la casa de la abuela Mamina. Cuando me vio interesado en sus manejos… No toques eso, me dijo. Y lo toqué. ¡Plas! Una cachetá limpia y seca. Inesperada. Acción, reacción. Servidor debía tener cuatro añitos. Lo recuerdo bien.

El tío Chico habría sido un ingeniero extraordinario, pero quedó huérfano con siete años. Cosas de la Guerra Civil y sus posibilidades se fueron al garete. Inventaba y fabricaba cosas ingeniosas. Comprendía y arreglaba cualquier artefacto y se las apañaba para utilizar lo que tuviese a mano para solucionar todo mal funcionamiento. Recuerdo que construyó una compleja maquinita que liaba cigarrillos. Ponía una porción de tabaco en un pequeño depósito y un papel de fumar en una bandeja, entonces le daba vueltas a una manivela, se movían engranajes y salía el cigarrillo liado y dispuesto para fumar. Yo me quedaba extasiado viéndola funcionar. A mí aquella máquina me parecía algo extraordinario y a lo largo de su vida realizó innumerables soluciones-inventos… pero, sin duda, lo que más me influyó del tío Chico ocurrió cuando yo tenía seis años. Sentados en torno a la mesa del comedor de Mamina estaban Boris Fossati, el médico que vivía en el piso de abajo, y el tío Chico. Ambos buceaban con botellas y habían sacado una hoja fósil del fondo marino del estrecho de Gibraltar. Observar a aquellos dos hombres tan mayores y respetables, interesados en una singular piedra me impresionó mucho y me sentí profundamente atraído, máxime cuando el tío Chico me explicó que hacía millones de años, antes incluso de que se abriera el estrecho, una hoja cayó al suelo y poco después quedó aprisionada en el barro hasta que se convirtió en esa piedra gris que tenía entre las manos. Más tarde el nivel del mar subió y subió hasta inundarlo todo. Me dejó tocarla (esta vez, sí). Esa explicación, dedicada a un niño de seis años, tuvo un efecto atronador en mi conciencia. Era como uno de los cuentos que narraba Carmen, una de las abuelas que salían al anochecer a la puerta de su casa, en el viejo barrio de Villajovita, en Ceuta, a contar historias a los niños… hace millones de años, cuando no existía el estrecho de Gibraltar, una hoja se convirtió en piedra y el mar lo inundó todo… tenía todos los ingredientes para ser una historia preciosa y mágica. Pero ésta era real, por tanto, la fantasía era posible. La hoja de piedra, que me dejó tocar el tío Chico, lo demostraba.

Pero fue inevitable. La fantasía de tal historia se perdió con los años. Quedó aprisionada en la niñez, como aquella hoja en el barro. Sin embargo, la curiosidad que me despertó en ese momento, y esa pequeña explicación, siempre se han mantenido vivas. Cada uno de nosotros es la suma y la consecuencia de miles de momentos vividos. Lo que yo soy también se lo debo al tío Chico y a esas palabras que susurró, tal vez sin intención didáctica, mientras acariciaba la misteriosa hoja de piedra. Sí… nos vamos quedando sin referentes porque es inevitable tomar el último tren. Y cuando lo hacemos ya hemos dejado retazos de nuestra vida para enriquecer la vida de los que aquí quedan. Seguro que la tierra te será leve, querido tío. Gracias por lo que nos dejas. Siempre te recordaremos porque somos tu consecuencia.

sábado, 6 de noviembre de 2021

El problema no es la estatua de Varela, el problema es el fascismo del siglo XXI

Opinión | El problema no es la estatua de Varela, el problema es el fascismo del siglo XXI (lavozdelsur.es)


Estatua ecuestre del general Varela en San Fernando.
Estatua ecuestre del general Varela en San Fernando.

Si despojáramos al caballo de Varela de su carga ideológica nos quedaría una bella escultura en bronce… me refiero a la estatua ecuestre del general Varela que en breve va a ser desmontada para remodelar la plaza más céntrica de San Fernando (Cádiz). El caballo de Varela provoca encendidas y ásperas discusiones entre los isleños (gentilicio popular de los vecinos de San Fernando).

Posiblemente el problema no sea la estatua ecuestre del general Varela, que, ya digo, es un patrimonio de los isleños, una notable obra de arte creada por don Aniceto Marinas. Posiblemente el problema sea la existencia de un grupo de ciudadanos que considera al general Varela el icono de un patriota español, el ejemplo a seguir de un militar golpista, un personaje autoritario y protector convencido de que el pueblo era incapaz de gobernarse a sí mismo (para eso estaban ellos).

Posiblemente el problema no es la estatua de Varela, posiblemente el problema sea el fascismo que fluye de nuevo en el siglo XXI y que engrandece al personaje con la excusa de su alcance nacional, sus dos cruces laureadas de San Fernando —previas a sus repetidas traiciones a la República— y por su protección paternalista de lo local. El problema es que muchos ciudadanos no perciben a Varela en su otra dimensión, un sujeto violento y refractario a la democracia. El general no creía en esa cosa de las urnas, él era más de ordenar y ser obedecido, era más de mirar a otro lado mientras sus conmilitones se dedicaban a eliminar a una parte de sus paisanos. Y no puede ser, la gente que participó en la barbarie fascista que se inicia en julio de 1936 ni puede ni debe presidir las plazas de ningún pueblo de España. Lo dice la ley y el sentido común. También hay vecinos de La Isla que lo consideran un elemento identitario, han crecido a la sombra del caballo y no pueden o no quieren encontrar otra dimensión al asunto. Les resulta impertinente y una agresión a su identidad pensar en una plaza sin el jinete… siempre ha estado ahí, así es la historia y al que no le guste, que se joda y se largue… dicen.

Si no existiese el fascismo en el siglo XXI por las calles, con ese aplomo de normalidad, si el pueblo español hubiese sido capaz de condenar en su momento, de manera abierta y cabal, el régimen militar y fascista de Franco (por cierto, perdimos la oportunidad de hacerlo en la ejemplar Transición —o tal vez fuera imposible en esas circunstancias—) veríamos la estatua de Varela sin pasiones, como una parte triste de nuestra historia, y tal vez la podríamos admirar amablemente, como admiramos la estatua ecuestre del emperador romano Marco Aurelio… pero no es así como lo vemos.

No es así porque, para una parte del pueblo español, el régimen de Franco sigue vivo. Esa parte de españoles —de manera consciente o inconsciente— sigue sin interiorizar que fue un régimen criminal y condenable porque los españoles no tuvimos nuestro Nüremberg para visualizar el crimen que supuso el franquismo. Hoy existen ciudadanos que admiran a Varela y lo que representa: un militar golpista y autoritario, un militar que violó su promesa de lealtad a la República y levantó las armas contra sus propios compañeros y contra el pueblo que se las confió. Admiran al militar traidor y corrupto que aceptó sobornos de gobiernos extranjeros. No sé… nos pasó lo mismo cuando deseábamos la vuelta del felón Fernando VII. ¡Vivan las cadenas! Mientras esto ocurra… es decir, mientras existan amantes de estos valores opuestos a la democracia, no debemos consentir que las plazas españolas se conviertan en altares para iconos liberticidas. La democracia tiene el derecho y el deber indeclinables de defenderse de los que no la aman.

Por tanto, a servidor le parece que actualmente, defender la permanencia del caballo de Varela en mitad de la ciudad es defender un modelo de sociedad incompatible con la democracia. ¿Qué se hace entonces con el caballo y su jinete?  ¿Qué lo vuelvan a componer dentro de un recinto militar? No sé yo… Varela no es buen ejemplo para unas FFAA españolas que se esfuerzan cada día para ser un organismo moderno, apolítico, profesional, eficaz y al servicio de la sociedad. Varela no tiene, ni remotamente, absolutamente nada que ver con estas FFAA de 2021. Flaco favor le haríamos a nuestros soldados endilgándoles el marrón de acoger a un militar decimonónico, golpista y corrupto como Varela. Nos ha costado mucho tiempo y esfuerzo arrancar a Franco de los cuarteles como para que ahora les metamos a Varela. No, no creo que sea oportuno… Por otro lado, tampoco me veo aplaudiendo la voladura simbólica del caballo como algunos desean en secreto. Tal tropelía sería igualarnos con los talibanes cuando dinamitaron los budas de Bamiyan o se enfrascaron en triturar Palmira. No, no creo que destruir una notable obra de arte sea la solución.

Me gustaría, la verdad, que los ciudadanos de San Fernando —con sus representantes al frente— fuéramos valientes de una vez… a lo mejor TODOS tenemos que asumir que lo más adecuado que podríamos hacer en estos momentos es guardar el caballo en lugar seguro y discreto hasta que, pasado el tiempo necesario, superados los traumas y saldadas las deudas de aquella jodida guerra civil del siglo XX, seamos capaces de admirar la obra de arte como la obra de arte que es. Nada más. Pero ahora reconozcamos humildemente —y asumiendo cada cual su respectiva parte de responsabilidad— que hoy por hoy, desgraciadamente, aún no estamos en ese momento histórico.