miércoles, 22 de diciembre de 2021

En las noches largas y tristes



Ahora estoy aprendiendo a caminar con una mochila llena de tristeza. Así la vida es más pesada, pero intento caminarla, aunque sea a trompicones. Es el precio de sobrevivir. Uno sigue caminando en solitario —todavía no se sabe exactamente hacia donde—, con los hombros más vencidos y la mirada arrastrada. Pero se continúa. Quiero continuar. Hay hijos y nietos para verlos vivir su vida… Mientras haya de eso, vida.

Ella aparece hasta en los detalles más pequeños… se personifica en una pelusa estancada tres días en un rincón de la casa. Siempre era ella la que terminaba recogiéndola y me reñía por pasar al lado de la pelusa y hacer como si no la viera. Ahora, por más veces que pasó, ahí sigue. No se esfuma la jodida pelusa y ya no está ella para limpiar ese rincón. Y si me agacho a recogerla, ella también está ahí, es lo que haría. Es su mano la que dirige.

Y en las noches largas y tristes de hospital, con ella respirando a trompicones en la cama, yo voy imaginando cómo va a ser la casa sin su presencia. He asumido lo irremediable. Sé que no va a volver y busco en internet videos de cómo coño se limpia un jodido baño… Y me siento un miserable haciendo eso mientras ella se afana en respirar una vez más.

Debería estar roto de tristeza cuando pienso que ella no se levantará de esa cama. Hace unos días salía con Boro-Boro al Parque del Oeste. A las siete ya es de noche y nadie se percata de un tío que se hincha de llorar en un banco. Pocas veces se llora así. Es liberador. La perrita vigilaba el macizo de adelfas por si marcaba alguna rata. El humano miraba al suelo con la cara tapada. Pero he superado esa fase. No sé cómo se hace, pero ahora puedo hablar de ella sin rompérseme la voz. Debe ser la mochila de tristeza que decía, que ya la llevo a cuestas para siempre, integrada como un caparazón que me protege.

Cada momento que pasa le quedan menos pulmones útiles a ese cascabel, que era más cascabel que ser humano. Le falta más aire. El cáncer, ese puto cabrón de mierda, progresa a su ritmo. La va llenando de ansiedad. Y aquí sigo, agarrado a su mano vigilando la respiración, que parece que se le olvida respirar y cuando lo recuerda inhala el oxígeno con ferocidad. Y aquí sigo, plantado delante de la cama, como un buitre miserable, acojonado porque puedo asistir a su última bocanada de aire y no podré hacer nada para evitarlo. Sólo existe un sitio útil en el universo: junto a ella, prendido de su mano.

A veces me descubro mirando al frente, absorto, sin ver qué coño hay delante… Voy teniendo la capacidad de dejar pasar el tiempo ensimismado en absolutamente nada. Algo enorme, que me supera, gobierna la vida. Pasaba lo mismo que en la mili. Allí existía un gobierno que decidía todo por mí. Me dejaba llevar. Tenía que dejarme llevar porque así era el sistema. Regía un horario que otros hacían para mí. Que me levantara, me levantaba: qué toca desayunar, desayunaba; qué a desfilar, desfilaba… Cada día era eso. Seguir un dictado externo. No hacía falta decidir nada y eso suponía la anulación de tu voluntad, el estado de desidia perfecto. Eso pasa ahora: ella, postrada en la cama, gobierna todos los aspectos de la vida. El centro del universo, como un agujero negro, es ella y la sonrisa que se le escapa…

Los nietos le envían videos con sus cosas y sus conquistas. Le envían sus deseos de mejorías: que te pongas buena, abuelita, le dicen… Pero ella se concentra en conseguir la siguiente bocanada de oxígeno. Sólo tiene fuerzas para eso. Ni siguiera consigue abrir los ojos para ver el dibujo de Vega o la carilla sonriente del pequeño personaje cantándole un villancico…

Me asomaré al salón y ella no estará. Me he pasado la vida detrás de ella. Siempre estaba cerca para compensar mis carencias… ella lidiaba con los robots parlantes de Vodafone. No sé, ¿quién coño va a asumir ahora los desafíos diarios?

En las noches largas y tristes de hospital, gorgotea el oxígeno a través del agua… Cerraba los ojos y procuraba imaginar un riachuelo reptando por un bosque húmedo, con troncos cubiertos de musgo verde y jugoso, con aroma de tierra húmeda y crujir de hojas secas. ¡La cantidad de veces que hemos paseado por sitios así! Pero no. No alcanzaba a sentir el riachuelo ni nada de eso, ni de lejos. Podía más el silencio nocturno de un hospital, roto a intervalos por las pisadas y ruidos cristalinos de agujas y tubos… A veces la vida es un muro de piedra para chocarse contra él y partirse la crisma.

Le han subido la dosis de morfina y pasa la mayor parte del día dormida… Pero se queja en sueños y dice palabras que no entiendo. Cada vez que recobra un poco de conciencia, cuando se disipa la morfina, busca desesperadamente un aire que no llega por más que lo intenta. Y, entonces, una mañana de diciembre, pedí que la sedaran. Y lo hicieron… Sabe usted que esto es irreversible, lo sé. Sepa que se va a dormir profundamente, sin soporte vital hasta que respire por última vez. Si, lo sé. Lo sé porque la muerte es tal vez el único conocimiento absoluto que tenemos y porque el puto cáncer la va a matar… Lo penoso no es que vayamos a morir. Lo penoso es saber que la mujer de tu vida, ese rabito de lagartija que no paraba quieta, tiene los días contados y solo puedes dejar pasar el tiempo sabiendo lo que sabes… lo jodidamente catastrófico es entrar en una consulta médica programada y acabar así: siendo el recuerdo más maravilloso que uno pueda tener. Puto cáncer, que no nos ha dejado tiempo para decirnos las últimas palabras en paz, ni asumir con serenidad la despedida.

Y cuando crees que tienes apalancada toda la tristeza en la mochila, cuando te crees que ya puedes verbalizar las cosas y hablar de ella sin que se atragante la garganta, llegan los amigos, la familia y te abrazan… Y entonces la garganta se atasca de nuevo y otra vez las lágrimas afloran y resbalan sobre el hombro del amigo, de la hermana, del hijo… Y más tarde, instalado ya en la casa vacía, el jodido Google te recuerda que hace tantos años estabas con ella en no sé cuál sitio, con tu compi sonriente, feliz con los ojos chispeantes y haciendo la payasa… y entonces no tienes un hombro para empapar de lágrimas. La pena que habías apalancado en la mochila no era toda la pena, había más… Y no sé si tendrá capacidad que recoger toda la tristeza que la puñetera Balita nos deja a los vivos.

El primer día del resto de mi vida era eso: un padre y dos hijos fundidos en un abrazo apretado, mientras en la cama de un hospital permanece una criatura que cuando sonreía transformaba el mundo en algo amable y mejor.

Si hubiera una forma de hacerle llegar cuánto la queríais…