martes, 18 de septiembre de 2018

La noche de aquel día




Nos pasamos la vida encorsetados. Atados a promesas eternas y deseando escapar de ellas para bucear en la fantasía de otras vidas. Nos pasamos la vida intentando cumplir con las expectativas que tienen de nosotros la familia, los amigos, los jefes; los que nos ven desde fuera… Y se nos pasa la vida en ello, en cumplir con no sé cuántas retorcidas obligaciones. Unas impuestas y otras elegidas. Es nuestra decisión cumplir o escapar… y casi siempre cumplimos porque la mayoría de la gente es honesta y leal. A muchos nos pasa lo mismo, que elegimos ceder nuestra libertad para compartirla porque eso nos hace felices y nos proporciona seguridad y, sobre todo, porque es bello hacer feliz a otro…

…pero es tan estimulante soñar con escapar.



Una vez, hace ya treinta años, Cooper y yo nos desnudamos en una playa de arenas blancas. He soñado ese momento mil veces. Ella es la imagen de Eros. Su melena rubia y ensortijada. Sus pezones mirando al cielo cuando ella entraba en el mar. Su cuerpo delgado, del color del bronce… ¡que la puñetera no le ha echado ni un solo gramo a ese cuerpo en todo este tiempo! Pero cada vida y cada mente discurren por sus propios derroteros… Cooper por aquel lado, con cien vericuetos al retortero; otros a cuatro jornadas de distancia, viviendo otra vida en cinco o diez kilómetros cuadrados, no más.

Con René es distinto. Con René llevo toda la vida riendo y jugando ‘a que te cojo una teta, a que no me la coges’… Y tantas veces he imaginado que las alcanzo y las acaricio que, cuando me dispongo a sentirlas, me despierto. Porque a la gente del común ni en sueños se nos permite semejante licencia… los curas agustinos y los curas del barrio hicieron con nosotros un trabajo muy fino: nos castraron la imaginación y mucho hemos sufrido para recuperar esa bendita libertad de imaginar cualquier cosa sin remordimientos, aunque fuese pecado mortal. Ya digo, vivimos encorsetados hasta en sueños.

Sin embargo, Tiny y yo nos hemos visto pocas veces. Es pequeña y se ríe. Tiene algo tan singular Tiny que no puedo dejar de mirarla. Cuando se nos cruzan las miradas, bajamos los ojos al instante. Pero al segundo nos volvemos a encontrar… Ella sabe que me sorprende. Lo sabe. No sé qué es, pero cuando le hablo no puedo dejar de mirarla a los ojos. Y cuando me contesta, va más allá de lo que pide la pregunta. Y aunque se la vea seria y callada, siempre parece a punto de sonreír. Es la princesa Tiny… y estuvo a mi lado en la cama.

Amy es tierna. Es suave como un osito de peluche. Se deja abrazar y te abraza con los ojos cerrados, y te respira… y entonces, cuando la tienes entre los brazos, te envuelve una mezcla de deseos. La ternura y el cariño de su abrazo es lo primero que te hace feliz, pero después me gusta dejarme llevar… ser consciente de sus senos, de su vientre, de su piel y de su mejilla contra la mía. Amy, la princesa tierna, casi se me cae de la cama.

Y la princesa dulce es Billy, con sus ojillos pícaros y sonrisa traviesa… con ella hay muchos días y noches, entradas y salidas, idas y vueltas. Compartir la vida tiene esas cosas, que uno no es consciente de cuándo dejamos de ser compañeros de caricias y nos convertimos en cómplices de la vida. Billy es generosa, es la que me regaló una noche con cinco princesas en la cama. Cinco princesas surgidas del cariño, de las caricias y de los besos. Cinco sueños corpóreos y deseados.

Sí… nos pasamos la vida encorsetados. Atados a promesas eternas y deseando escapar de ellas para bucear en la fantasía de otras vidas… deseando escapar para explorar los caminos con la complicidad de mis soñadas princesas. Detenerme de una puñetera vez en los deseables senos de René, y acariciarlos sin prisas, hasta donde haga falta. Caminar por la suave piel de Tiny que, cuando dejo atrás su rodilla y bajo hasta el fondo, se estremece. Recorrer con caricias la nuca de Amy, y sentir cómo la piel de gallina recorre su cuerpo en oleadas. Navegar también entre los pezones de Cooper, tan altivos como hace treinta años, que me esperaron todo este tiempo. Y fantasear con la mano cómplice de Billy que serpentea por mis caminos hasta alcanzar la cima…

Fue en la noche de aquel día, en esa cama, con mis princesas. No sé… todo confluye en un sueño que se hace real, o en una realidad que se hace sueño. No es que haya mucha diferencia.

miércoles, 12 de septiembre de 2018

En Blanco y Negro




El mejor sitio está pasando el puente del río Barbate, junto a unas viejas murallas, camino ya de Zahara de los Atunes. Anita lo sabe porque otras veces le ha ido bien. Y allí se detiene a esperar que algún conductor se apiade. No es que Anita despierte piedad precisamente. Tampoco hace falta que Anita disponga alguna pose al borde de la carretera. Anita es una escultura de ébano forjada en África. Tiene un cuerpo cincelado de sensualidad y todos los hombres de este sur la desean por lo exótico de su rostro y por las ondulaciones que forma su cuerpo. Unos directamente, con descaro; otros en silencio y de reojo.

No sabe Anita si aún pisaba la tierra de Senegal cuando la violaron por primera vez. Fueron cuatro despojos humanos con uniforme, eso sí lo recuerda. Y la última violación ocurrió en Mauritania, en la playa, antes de subir al cayuco. Anita tampoco sabe quién es el padre de su hijo... ni quiere saberlo.

Desconozco el origen de esta imagen

En el otro mundo, Blanca regresa cansada de la  clínica. Blanca es pequeña y del color de un melocotón a medio madurar. La belleza de Blanca es consecuencia de mil razas  mezcladas y de mil años de historia atravesadas de guerras que ahora parecen remansadas. Está embarazada de  cinco meses. Su bebé no sabe la suerte que va a tener.  Conduce un robusto coche blanco y no puede saber que se va a cruzar con Anita. Un segundo antes de que ocurra, ni siquiera ella sabe que va a detenerse pasado el puente sobre el río Barbate, camino ya de Zahara de los Atunes. ¿Por qué no llevar a la chica negra? Se pregunta. ¿Y por qué no? Se responde ella misma.

Anita se asoma por la ventanilla y pregunta que si puede llevarla hasta Zahara. Sonríe con una boca amplia y fresca. Es por allí, dice señalando al frente, hacia la sierra del Retín. Después de siete años en Barbate, sabe comunicarse con un enorme arsenal de recursos, y el idioma no es el único ni el más eficaz. Su forma de sonreír le abre puertas, y ella lo sabe. Cuando Blanca le dice que suba, Anita llama a los demás. Son cinco hombres negros de Senegal, como ella, que esperaban al otro lado de la carretera, agazapados junto a la Venta Curro.

Blanca se sorprende y le dice un poco alertada que todos no caben, que sólo pueden ir cinco en el coche. ¡Pero qué sabrá esta chica! Si cupimos sesenta y cuatro en el cayuco, como no vamos a caber seis personas en este coche tan grande. Claro que cabemos, hija. Intenta explicar Blanca algo relacionado con la Guardia Civil y el número máximo de viajeros y tal… Pero ya están todos dentro del Toyota. No merece la pena entablar una batalla que ya está perdida.

Los doce kilómetros que separan Barbate de Zahara de los Atunes dan para mucho. Anita y su familia viven en un garaje a la salida del pueblo. Pertenece a Manolo, un anciano viudo y sin hijos… y afortunados son los siete por tener un garaje para ellos. Y así el anciano no se aburre, se sienta en la acera a tomar el sol, junto al portalón, para oír hablar a Anita en esa lengua tan extraña y sonríe… a saber qué extraña ensoñación hace el abuelo con Anita.

Ahora, en agosto, lo mejor es desplazarse a Zahara para hacer trencitas a las turistas. Jamás habría podido imaginar que estos europeos de pelo lacio y claro pagaran precisamente por encresparlo. Por eso intenta ir todos los días al pueblecito. Ella hace trencitas y ellos pagan. Aún hoy, después de estos siete años le asombra la manera que tiene esta gente pálida de tirar el dinero como si fuera la cascarilla del sorgo.

Y su hijo, fruto de alguna de las violaciones del viaje —Paquito le dicen en el pueblo—, tiene ya casi siete años. El niño cena todas las noches en el bar de Concha, que es nieta, hija, mujer y madre de almadraberos en paro y dedicados a lo que salga. Por la puerta de la cocina, por la que da al callejón, le arrima la cena a Paquito. Dice Concha que lo que más gusta al joío niño son las gambas al ajillo. Y lo dice con el ceño fruncido, con máscara de falso enfado y orgullo de abuela postiza.

¡Qué sería de este mundo sin la gente buena!