Hay una nueva
senda que lleva hasta Punta Cantera, ese lugar bello y abandonado en la viejaIsla de León. Los paseantes de San Fernando hemos trazado el nuevo camino sin
darnos cuenta. Los buenos caminos, los duraderos, se hacen solos, sin
intención, a fuer de soledades… o con buenos compañeros, que nunca se sabe. Los
caminos, si son buenos, son eternos.
El que encontré
el domingo transita por el antiguo “camino de ronda”, que hace veinte años aún discurría
encajonado entre alambradas. A un lado quedaba el exterior, la playa en el
borde de la Bahía de Cádiz; y al otro estaban los polvorines de fachada blanca,
atestados de municiones para la guerra. Ambas alambradas estaban rematadas con
concertinas, esos alambres con cuchillas capaces de sajar la carne como si
fuera mantequilla. Las pusieron para que nadie las traspasara y provocara un
estropicio con las toneladas de municiones que se guardaban por allí… porque los
estropicios los arman quiénes tienen que armarlos, no cualquier terrorista de
tres al cuarto. ¡Vamos, hombre!
Y eso debió
ocurrir —lo de colocar las concertinas, digo— más o menos cuando murió el
Caudillo de todos los españoles, quisiéramos o no. Hoy ya no existen las
concertinas, poco a poco se han caído. El tiempo es el mayor corrosivo que se
conoce: todo lo disuelve…
Y tampoco
hay municiones. Todo en Punta Cantera ha dejado de ser lo que era. Tiene
entonces, este bello lugar, el atractivo del abandono, de la soledad, del
cambio lento hacia la quietud, las expectativas de las estructuras que se caen,
porque caídas son más estables y es su destino… Pasa en Punta Cantera lo que pasa
con el universo —y en menor escala, con las catedrales—, que caminan hacia la
quietud, el frío y el silencio… y en ese camino hacia la quietud, en ese
inexorable camino hacia la quietud, es cuando somos conscientes de que la vida
de cada hombre sólo es un chispazo de inestabilidad en el camino equivocado.
¿Hay algo que importe algo, entonces?
Y al
fondo, el viejo camino de ronda llega al Muelle para la Pólvora de Su Majestad…
que discurre entre las aguas, en dirección al Puntal de Cádiz, desde el siglo
XVIII. Ahí sigue, abandonado y resistente. Cada día la marea lo cubre dos veces…
su cabecera es un buen lugar para dejar pasar el tiempo y observar y pensar. La
marea está baja, y subiendo. Siempre pienso lo mismo ante el grandioso espectáculo
de ver progresar una orilla sin causa aparente: que somos insignificantes.
Hace mucho
tiempo que no soy capaz de parar y dejar discurrir el mundo. Hoy lo hago sentado
en la cabecera del muelle. Ahí detrás, a unos metros, permanece el grabado que
dejó el soldado Debreuille el 7 de agosto de 1824, uno de los cien mil Hijos de
San Luis que devolvieron el absolutismo al felón Fernando VII. El sol de
febrero es tibio y la brisa de poniente es fresca. Un señor busca metales por
la orilla con un detector. Una garza real come cangrejos en la orilla. Sólo
llegan los sonidos de las gaviotas. Hay dos gaviotas que se pelean por el mismo
despojo… no es la primera vez que dos gaviotas pelean por un despojo. Bajan
unos jóvenes al muelle y caminan hasta el extremo. Dos de las chicas se besan y
se hacen carantoñas en mitad del espigón. Sin pudor. No tienen nada que
ocultar. Me alegra ver eso, es un estallido de libertad. Al fin y al cabo, un
ser humano ama a otro ser humano, y eso es extraordinario…
El nuevo
camino a Punta Cantera, ese lugar bello y abandonado en la vieja Isla de León, también
se termina. Es lo que tienen los caminos, todos los caminos que se caminan, que
dan vueltas sobre sí mismos en bucles interminables, o llegan a un final…
…y
siempre es mejor llegar a algún sitio, al que sea, aunque la vida de cada hombre
sólo sea un chispazo de inestabilidad en el camino lento del universo.
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