Necesitamos
palabras para que las ideas tomen forma y podamos decirlas. Y deberían ser
palabras consensuadas para que todos identifiquemos los mismos sonidos con los
mismos conceptos. Pereciera que no fluyen las ideas si no existen palabras que
las definan… es como si los conceptos y los sentimientos fueran nubes
intangibles, y las palabras que les dan forma fueran la lluvia y los charcos. Transformar
las nubes en charcos es la forma de decir y comunicarnos…
Hace un tiempo estudié e interpreté, desde los conceptos de la química actual, un manuscrito alemán de finales del siglo XIV que explicaba, con las palabras que tenían en ese momento histórico, cómo extraer salitre y fabricar pólvora —inédito, por cierto, ese estudio—. Sus redactores eran maestros alquimistas que lo escribieron en la lengua que hablaban, el alemán del siglo XIV. Alguien lo tradujo al alemán actual, otro al inglés y servidor al español castellano para entender qué manejos hacían. Todo ese proceso de traducciones sucesivas hacía aún más complejo saber qué querían decir originalmente aquellos hombres. Eran empiristas, aprendían de la experimentación y la observación. No entendían los procesos físicos y químicos que provocaban y les faltaban palabras para definirlos. Por eso, cuando después de un laborioso proceso, decían: «…entonces la sal de piedra fuerte y poderosa aparece como carámbanos de hielo». Estaban diciendo que el salitre (sal de piedra, nitrato potásico) precipitaba y cristalizaba… Simplemente concentraban una disolución hasta conseguir la precipitación de la sal más insoluble cuando se enfriaba. Tenían el procedimiento y el concepto pero no las palabras que explicaran ese fenómeno natural.
Hace un tiempo estudié e interpreté, desde los conceptos de la química actual, un manuscrito alemán de finales del siglo XIV que explicaba, con las palabras que tenían en ese momento histórico, cómo extraer salitre y fabricar pólvora —inédito, por cierto, ese estudio—. Sus redactores eran maestros alquimistas que lo escribieron en la lengua que hablaban, el alemán del siglo XIV. Alguien lo tradujo al alemán actual, otro al inglés y servidor al español castellano para entender qué manejos hacían. Todo ese proceso de traducciones sucesivas hacía aún más complejo saber qué querían decir originalmente aquellos hombres. Eran empiristas, aprendían de la experimentación y la observación. No entendían los procesos físicos y químicos que provocaban y les faltaban palabras para definirlos. Por eso, cuando después de un laborioso proceso, decían: «…entonces la sal de piedra fuerte y poderosa aparece como carámbanos de hielo». Estaban diciendo que el salitre (sal de piedra, nitrato potásico) precipitaba y cristalizaba… Simplemente concentraban una disolución hasta conseguir la precipitación de la sal más insoluble cuando se enfriaba. Tenían el procedimiento y el concepto pero no las palabras que explicaran ese fenómeno natural.
La guerra que vendrá. Juan Leyva, Sevilla, 1975 |
Sí,
las palabras pueden ser un arma de destrucción masiva cuando las disparan los
amorales. Cuando los poderosos son amorales —y para ser poderoso hay que ser
amoral— convencen a la gente de cualquier cosa. Nos convencen de quimeras
indemostrables y hacen que los hombres matemos en nombre de sus principios o de
sus patrias. Ayer mismo, un portavoz israelí hablaba de las decenas de
palestinos muertos y miles de heridos en la frontera entre el Estado Judío y la
Franja de Gaza (protestaban contra el traslado de la embajada de EEUU en
Jerusalén). Los bravos soldados israelíes —que así los llamaba el primer
ministro Benjamín Netanyahu— disparaban a los palestinos desarmados y a
descubierto que se acercaban a la línea. Los francotiradores judíos, bien
parapetados, disparaban a las articulaciones palestinas. Un portavoz israelí decía
que estaban defendiendo su casa… yo
pensaba que eso era los que están haciendo los palestinos desde hace casi un
siglo. Por su lado, el ministro español de asuntos exteriores pedía contención a ambas partes. Yo creo
que este hombre, y todos los gobiernos que permiten que ese despreciable matón de recreo
—ese niño torpe, rubio y odioso— haga su santa voluntad, son tan impresentables
como el matón de pelos amarillos. Todos representan su papel y lo teatralizan
con descaro. Nadie les cree. Ni siquiera ellos mismos se creen su papel… y
aunque les abucheemos noche tras noche, repiten la función. ¿A qué coño estamos
jugando?
Deberíamos
buscar una palabra que defina inequívocamente esta porquería. Una palabra gorda,
contundente y sonora… Y encontrada la palabra, proceder todos a una.
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