Estoy cerca de los que se indignan, de los que protestan, de los que se movilizan… aunque yo permanezca callado, me trague la indignación y siga en el sillón esperando que otros hagan el trabajo. Reconozco mi cobardía y reconozco que me han vencido. No soy ejemplo de nada. Lo sé.
Imagen de © Ángel
López González
Pero admiro a los
que tienen la valentía de intentar cualquier cambio de cualquier aspecto de
esta sociedad que han planificado sin nosotros, a nuestras espaldas. Admiro a
los que se implican y se arriesgan para construir un mundo algo más justo,
aunque sólo sea en el espacio que les rodea.
Estoy cerca de
cualquier huelguista que pelea contra los grandes patronos, esos patriotas que deslocalizan
empresas porque así son más competitivas y ganan más dinero. Y me niego a
aceptar que las leyes del mercado nos gobiernen… porque las cosas deberían estar
más cerca del hombre que de los inventos que nos devoran. Me niego a aceptar esa
lógica macabra que dirige nuestras vidas
—el máximo beneficio privado como motor del mundo—. Creo que habría que identificar
ese concepto neoliberal, inequívocamente, como el gran fracaso de la
civilización. Como el concepto más tenebroso que hemos inventado los hombres. Tenebroso
por la perversa sutileza con que nos han impuesto la imposibilidad de cualquier
alternativa. Tenebroso porque, sin saber cómo, hemos aceptado la resignación
como única posibilidad… esto es lo que
hay, o lo tomas o lo dejas. Y nos han convencido de que buscar la felicidad
de la gente es una estupidez propia de ingenuos. Lo han hecho y han tenido
éxito.
Yo detesto a la
mayoría de los políticos al uso, por su complicidad y porque nos arrastran a la
resignación del esto es lo que hay. Porque
se embuten de cabeza y de corazón en esa praxis neoliberal como única
posibilidad de ser y estar en la modernidad. Prefiero —si los hubiera— a políticos
ilusos y utópicos, los que a pesar del devenir del mundo busquen la felicidad
de la gente. Los quiero soñadores porque los otros sólo demuestran tener
pesadillas y, lo que es peor, nos introducen en ellas, en sus pesadillas, como
peones prescindibles… o lo tomas o lo
dejas. La gente que no sueña me parece incompleta porque renuncia a la
sugerencia de un horizonte mejor… por eso los gobernantes que no sueñan, es
decir, los políticos pragmáticos y apegados a la distopía neoliberal, a la
política real, son un peligro para la felicidad de la gente.
Prefiero ser
ingenuo a estar resignado… es la única forma de seguir vislumbrando un
horizonte, una entelequia, una ilusión.
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