Recuerdo que los medios de comunicación lo airearon
profusamente en su momento. El asesino le había dicho al juez: «Joder, cuánto tarda en morir un cerdo». Y
cuando dijo cerdo se refería a su
víctima. Un hombre escogido al azar que esperaba el autobús ajeno a lo que le
deparaba el destino… una fría tanda de puñaladas que le propinó su asesino. También
le dijo al juez, como para quitar dramatismo a su crimen, que hacía quinientos mil años un homínido mató a
otro homínido. ¿A quién le importaba eso?
Diría servidor que al homínido muerto seguro que le
importaría… Pero aún así, la tozudez fría de la reflexión vuelve
recurrentemente. Y lo hace con un corolario inapelable: a pesar de todo nuestro
antropocentrismo somos insignificantes frente al devenir de la naturaleza. Los hombres somos prescindibles…
Una vez encontré un cadáver flotando entre las rocas
de Calamocarro, cerca de la Fábrica de la
Peste, una factoría que producía harinas de pescado en la costa norte de
Ceuta, la que da al estrecho de Gibraltar. Días atrás había naufragado una
barca de pescadores y los cuerpos fueron apareciendo poco a poco. Recuerdo que
me impresionó más el color blanco lechoso del cuerpo que la ausencia de cabeza.
Desde entonces la muerte no es negra, es blanca y gelatinosa como aquel cadáver.
Un enjambre de pececitos mordisqueaba los hilillos
de carne que sobresalían del cuello. Fue una imagen fugaz porque casi al
instante llegaron los guardias civiles y nos echaron de allí. Discurrían los
años 60 del siglo pasado, en Ceuta, la costa africana del estrecho de Gibraltar…
y la vida continuó. La vida siempre continúa… falte quien falte.
El cadáver sin cabeza estaba entre estas
rocas…
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