sábado, 2 de enero de 2016

Cadáveres

Recuerdo que los medios de comunicación lo airearon profusamente en su momento. El asesino le había dicho al juez: «Joder, cuánto tarda en morir un cerdo». Y cuando dijo cerdo se refería a su víctima. Un hombre escogido al azar que esperaba el autobús ajeno a lo que le deparaba el destino… una fría tanda de puñaladas que le propinó su asesino. También le dijo al juez, como para quitar dramatismo a su crimen, que hacía quinientos mil años un homínido mató a otro homínido. ¿A quién le importaba eso?

Diría servidor que al homínido muerto seguro que le importaría… Pero aún así, la tozudez fría de la reflexión vuelve recurrentemente. Y lo hace con un corolario inapelable: a pesar de todo nuestro antropocentrismo somos insignificantes frente al devenir de  la naturaleza. Los hombres somos prescindibles…

Una vez encontré un cadáver flotando entre las rocas de Calamocarro, cerca de la Fábrica de la Peste, una factoría que producía harinas de pescado en la costa norte de Ceuta, la que da al estrecho de Gibraltar. Días atrás había naufragado una barca de pescadores y los cuerpos fueron apareciendo poco a poco. Recuerdo que me impresionó más el color blanco lechoso del cuerpo que la ausencia de cabeza. Desde entonces la muerte no es negra, es blanca y gelatinosa como aquel cadáver.

Un enjambre de pececitos mordisqueaba los hilillos de carne que sobresalían del cuello. Fue una imagen fugaz porque casi al instante llegaron los guardias civiles y nos echaron de allí. Discurrían los años 60 del siglo pasado, en Ceuta, la costa africana del estrecho de Gibraltar… y la vida continuó. La vida siempre continúa… falte quien falte.

El cadáver sin cabeza estaba entre estas rocas…


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