Mi abuela vivía en Ceuta, en un piso construido en los
años 20 del pasado siglo. Era un caserón de techos altos y suelos con solería
de colores formando figuras. Casi todas las losetas se movían y me encantaba
levantarlas para esconder debajo de ellas una perra chica, que eran las monedas de cinco céntimos de peseta. Si Jhon
Silver ‘el Largo’ tenía su tesoro en aquella isla, las losetas de mi abuela
escondían el mío.
Después
de 55 años, el niño tocó con sus dedos la dura piel de los Toros de Guisando…
Por entonces todos los niños enfermábamos de anginas
y, cuando eso pasaba, nos metían en la cama durante cinco días, llamaban al
practicante para pincharte en el culo algo muy doloroso y los amiguitos iban a
visitarte con TBO’s… pero en los ratos de soledad yo jugaba con una baraja de
cartas que me abrió la curiosidad por el mundo. En el anverso tenía imágenes de
lugares extraordinarios que mi padre me explicaba echándole imaginación y
palabras sonoras. Recuerdo especialmente algunos de ellos: la Ciudad Encantada de Cuenca, con esas
piedras en equilibrios imposibles; el
drago milenario de Icod de los
Vinos, en Tenerife, un espécimen propio del terciario (entonces se decía así) que
seguía viviendo entre nosotros; un puente en Cangas de Onís del que pendía la Cruz
de la Reconquista, y que mismamente era la cruz que iluminó a Don Pelayo contra
los malvados moros… y unos toros de piedra que habían tallado los hombres
primitivos en un lugar llamado Guisando.
Todos esos lugares he visitado hace tiempo… pero a los toros los encontré sin
buscarlos en este Viaje Otoñal. Sí… he tardado 55 años en hacer realidad esa
curiosidad infantil.
Íbamos camino de un pueblo abulense llamado el Tiemblo, con la intención de caminar
por su enorme castañar en pleno otoño… y los encontramos. El reverso de aquellos
naipes se estaba haciendo realidad.
— Por favor,
por favor, por favor. ¡Paremos aquí!
Son cuatro esculturas de granito que representan
toros o verracos, que opiniones hay para ambas posibilidades. Las esculpieron
los celtas vettones
en plena Edad del Hierro, entre los siglos IV y I antes de nuestra era. Los vettones
fueron un pueblo pre-romano que se dedicaba a la ganadería por las tierras de
la meseta, entre el Duero y el Tajo… y sigue sin conocerse exactamente para qué
las esculpían. Parece que los romanos las reutilizaron posteriormente. Sea como
sea ahí siguen, muy cerca del arroyo de las Tórtolas, frontera natural de los
reinos de Castilla y León… por eso este lugar fue elegido por el rey Enrique IV
de Castilla y su hermanastra Isabel para firmar el Tratado de Guisando en 1468. Este tratado reconocía a
Isabel como heredera al trono de Castilla a la muerte de Enrique… luego las
cosas se complicaron, pero esa es otra historia…
Y
así, aquel niño tocó finalmente la dura piel de los Toros de Guisando. Puede
parecer una tontería, pero fue importante palparla. No estaba fría, el sol la
entibiaba… y saber que más de dos mil años atrás otros hombres las acariciaron
hacía especial el gesto. Me gusta pensar que las viejas piedras mantienen parte
del alma de los hombres de otro tiempo… ¿me hablarán cuando palpe la piedra?
No, no hablaron. Esas cosas no ocurren cuando el niño pasa ya de los sesenta…
…pero
uno lo intenta a pesar de todo.
Mis
compañeros de viaje no decían nada, pero yo creo que se reían en el fondo… incluso
consintieron en pagar dos euros por cabeza para entrar en el recinto y
acompañar al niño en la conquista de su sueño infantil. Gracias, amigos.
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