Había en la vieja Emérita Augusta un lugar que los vecinos llamaban Las Siete Sillas. Eran siete enormes respaldos
de sillares pétreos que se levantaban en el borde de una colina. Cuentan las
leyendas que en tiempos de moros, siete caudillos las ocupaban para deliberar
qué hacer con la ciudad que tenían a sus pies…
Sí… el tiempo borra los orígenes de las cosas porque
se alía con la memoria efímera de los hombres. Más adelante —tuvieron que
transcurrir mil años— supimos que las VII
Sillas eran los restos visibles del graderío superior del Teatro Romano de
Mérida, y que los huecos entre un respaldo y otro eran los vomitorios caídos. Y
debajo de las míticas sillas, el tiempo y el olvido habían ocultado ese extraordinario
tesoro.
El tiempo se detiene en esas piedras. Uno las toca
en el intento de rozar el alma de los hombres que las acariciaron hace dos mil años.
Y las presiona con la esperanza de comprender el abandono que han soportado
durante milenios. Y uno se imagina la flecha del tiempo, que avanza inexorable para
ver cómo la maleza y los escombros se acumulan en cada rincón engrosando la
tierra capa tras capa, creciendo de año en año hasta ocultar casi por completo
unas ruinas de ese tamaño… el tiempo lo puede todo. Iguala las superficies y
rellena los huecos con tierra, como si la tierra fuese un fluido…
He visto en Mérida un dintel relleno de tiempo. Primero
fue magma, y granito después. Luego fue una pilastra romana tallada en la
propia cantera y colocada en una de las múltiples obras públicas romanas. Más
tarde, tras el abandono, los visigodos le tallaron motivos florales y la usaron
en un hospital de peregrinos… finalmente, cuando los árabes se enseñoreaban del
lugar, la usaron como dintel en la puerta de una cripta. Siempre el tiempo
modelando todo. Nos convierte en polvo y nos impone el olvido entre los vivos…
Y el tiempo también se dilata en la percepción de
los hombres. Unos amigos y tres días por delante hacen maravillas con la
percepción personal del tiempo… apenas 72 horas se transforman en un océano de sensaciones
que rellenan las horas como si fuera un eón. Será por la buena compañía, por la
conversación y el descubrimiento compartido de imágenes, historias y silencios.
Será porque cambiar de paisaje y paisanaje nos estimula…
Mérida. Tres días de verano. El teatro clásico en el
mejor escenario posible… la obra también nos explicó que el tiempo es la
levadura que madura las expectativas de los jóvenes César y Cleopatra. El
templo de Diana, el Pórtico del Foro, la alcazaba árabe y, en general, la
inmersión en la civilización romana se convierten en destellos compartidos con
los amigos… es curioso, asociamos la eternidad con el tiempo, pero el tiempo se
nos agota desde que somos conscientes de su discurso. Tal vez por eso sea lo
más valioso que nos queda a los hombres…
…por eso compartirlo es entregar lo más valioso que
nos queda.
2 comentarios:
Precioso post, como siempre desde que te descubrimos con el puente Zuazo :)
Gracias, Amarola. Un abrazo.
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