Este artículo se publicó en La Voz del Sur
A fuerza de caminarlos se
han trazado nuevos caminos entre los polvorines de Punta Cantera (en San
Fernando, Cádiz). De nada sirvieron los carteles que avisaban: oiga, que
esto es zona militar, no se puede pasar. El abandono y la soledad pudieron
más que la disuasión. Eso y el premio de un paisaje encantador. Todos sabían
que ya no quedaba nada útil en los polvorines de Punta Cantera y que el único segurata
no podría atender tanta extensión de terreno. Así que, ancha es Castilla,
amigo… somos poco disciplinados. En realidad, somos un desastre.
Con el tiempo desaparecieron
los carteles de aviso y las alambradas con sus mástiles metálicos, entre otros
motivos porque eran de metal y hay gente que vive de canibalizar las cosas
abandonadas. Ya hace tiempo que se llevaron la puerta metálica de uno de los polvorines
tipo A, que debía pesar una tonelada —qué imaginación tiene la gente para hacer
esas cosas, o qué hambre—, y también se llevaron las contraventanas de los
primeros polvorines de 1730, que estaban forradas con láminas de cobre, como
los cascos de madera de los barcos de finales del XVIII. ¡La madre que los
parió! Roban y venden al peso un patrimonio de enorme valor que nos pertenece a
todos.
Hacía lustros que servidor no
entraba al recinto militar por la zona de la Casería de Ossio. Caminé por la
orilla buscando los restos de una tinaja gigantesca embutida en la arena de la
playa… hace ya veinte años que la encontré, medía entonces más de un metro de diámetro,
si no recuerdo mal. Ahora está cubierta por el cenillaje, esa capa de
algas filamentosas que acaba pareciendo una cama de paja seca. La dejé oculta…
no vaya a ser lo que no debe ser. Luego continué caminando algunos metros hasta
llegar a los últimos restos del Lazareto de Infante, un murete de piedra
ostionera cementada con cal y arena. Es un lugar con una historia medio contada y con mucha
historia aún por contar. Ese lugar fue lazareto de observación
buena parte del siglo XVIII, fueron almacenes de víveres para las flotas y también
fue el Hospital Real de Infante para atender personal de la Marina… tuvo
incluso un cementerio anexo y un enterrador que se llamaba Agustín Maroñas. Se
supone que los muertos deben seguir enterrados por ahí cerca.
Ha crecido un bosque donde
antes había una extensión de terreno despejado para favorecer la vigilancia
militar. Son arbustos de hasta tres metros de alto, aislados unos de otros. Los
conejos pululan por allí como Pedro por su casa. Aún es visible la hondonada
donde se formaba una laguna con las mareas altas y que se niveló con los escombros
del viejo Hospital de San Carlos… ya sé que es una tontería, pero me gustó
jugar a reconocer esos escombros y pensar que pertenecieron a un notable lugar.
El camino que han hecho los
paseantes discurre paralelo a la orilla del interior de la Bahía y llega a la
zona de los viejos talleres (de pintura, de alto explosivo, de municiones…).
Eran talleres que vinieron desde los Mixtos, con sus operarios y con mentalidad
de siglo XX, de cuando las municiones eran configurables y manipulables mecánicamente,
como lo era el SEAT 600. Pero eso se fue extinguiendo a ojos vista… Ahora esos
talleres son cascarones vacíos, las paredes se pueblan de grafitis anónimos y
hasta han llevado un colchón por obvias razones… todos los operarios que trabajaron
allí tenían un mote y bromeaban con una brusquedad violenta que nunca llegué entender
del todo. Y eran muy hábiles en lo suyo, los puñeteros… Ahora ha crecido un
eucalipto gigantesco junto a uno de esos talleres y han pintado un tulipán
negro en la pared.
Hay encanto en el abandono,
la verdad. Encanto y belleza en el poder de la naturaleza para reconquistar su
territorio… y junto al taller de alto explosivo había un pequeño cuartucho del
que salía una chimenea de tres metros de alto. Ya no existe la chimenea (seguro
que era metálica), pero el cuartucho permanece techado. Ese sitio se llamaba donde
el fosfuro. Y, claro, cuando hubo que fabricar tropecientos kilos de
fosfuro de calcio para los submarinos llamaron al químico recién llegado al
laboratorio… y el pobre químico no tenía ni puta idea de qué cosa era eso ni
cómo fabricarlo. Hubo que estudiar y así me enteré que el fosfuro de calcio (Ca3P2)
reacciona con el agua provocando una nube de humo gris muy escandalosa. Lo utilizaban
los submarinos para señalar una posición y había que proporcionarles una enorme
cantidad. ¿Cómo, puñetas, se hacía eso? ¡Menos mal que al rescate vino el viejo
maestro de los talleres! Un veterano de larga experiencia que, sin saber nada
de procesos químicos, conocía la técnica decimonónica para fabricar fosfuro cálcico
haciendo reaccionar óxido de calcio con fósforo blanco (que había que mantener sumergido
en agua) en un crisol metido a su vez en un horno que se calentaba comenzando
la ignición desde la parte superior… y la cosa funcionaba. Las piedras de óxido
de calcio acababan transformadas en piedras de fosfuro en un proceso que
parecía pura alquimia. Aquello me encantaba, la verdad y ahora, cuando lo
recuerdo, vuelvo a sentir ese cosquilleo que me producía la química, el olor
acre de la química y las reacciones violentas entre reactivos. Y más aún me
encantaba probar la eficacia de cada lote de fosfuro tirando piedrecitas al
charco que formaba la lluvia delante del laboratorio de pólvoras… la hidrólisis
del fosfuro era violenta, crepitaba y formaba humos grises que más valía no
respirar.
Puede que no sean valiosas las
ruinas de esos talleres —que no lo son—, pero tienen alma porque detrás de cada
ladrillo hay una historia. Detrás de cada historia hay hombres que construyeron
la pequeña aventura de cada día, la que hace funcionar las cosas cercanas. Es
que la historia es también eso que decía Unamuno: «…la vida silenciosa de millones de hombres […] que
a todas horas del día y en todos los países del globo se levantan a una orden
del sol y van a sus campos a proseguir la oscura y silenciosa labor
cotidiana y eterna…». Nada es insignificante. Nada.
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