lunes, 24 de mayo de 2021

Fosfuro de calcio

 Este artículo se publicó en La Voz del Sur

A fuerza de caminarlos se han trazado nuevos caminos entre los polvorines de Punta Cantera (en San Fernando, Cádiz). De nada sirvieron los carteles que avisaban: oiga, que esto es zona militar, no se puede pasar. El abandono y la soledad pudieron más que la disuasión. Eso y el premio de un paisaje encantador. Todos sabían que ya no quedaba nada útil en los polvorines de Punta Cantera y que el único segurata no podría atender tanta extensión de terreno. Así que, ancha es Castilla, amigo… somos poco disciplinados. En realidad, somos un desastre.



Con el tiempo desaparecieron los carteles de aviso y las alambradas con sus mástiles metálicos, entre otros motivos porque eran de metal y hay gente que vive de canibalizar las cosas abandonadas. Ya hace tiempo que se llevaron la puerta metálica de uno de los polvorines tipo A, que debía pesar una tonelada —qué imaginación tiene la gente para hacer esas cosas, o qué hambre—, y también se llevaron las contraventanas de los primeros polvorines de 1730, que estaban forradas con láminas de cobre, como los cascos de madera de los barcos de finales del XVIII. ¡La madre que los parió! Roban y venden al peso un patrimonio de enorme valor que nos pertenece a todos.

Hacía lustros que servidor no entraba al recinto militar por la zona de la Casería de Ossio. Caminé por la orilla buscando los restos de una tinaja gigantesca embutida en la arena de la playa… hace ya veinte años que la encontré, medía entonces más de un metro de diámetro, si no recuerdo mal. Ahora está cubierta por el cenillaje, esa capa de algas filamentosas que acaba pareciendo una cama de paja seca. La dejé oculta… no vaya a ser lo que no debe ser. Luego continué caminando algunos metros hasta llegar a los últimos restos del Lazareto de Infante, un murete de piedra ostionera cementada con cal y arena. Es un lugar con una historia medio contada y con mucha historia aún por contar. Ese lugar fue lazareto de observación buena parte del siglo XVIII, fueron almacenes de víveres para las flotas y también fue el Hospital Real de Infante para atender personal de la Marina… tuvo incluso un cementerio anexo y un enterrador que se llamaba Agustín Maroñas. Se supone que los muertos deben seguir enterrados por ahí cerca.

Ha crecido un bosque donde antes había una extensión de terreno despejado para favorecer la vigilancia militar. Son arbustos de hasta tres metros de alto, aislados unos de otros. Los conejos pululan por allí como Pedro por su casa. Aún es visible la hondonada donde se formaba una laguna con las mareas altas y que se niveló con los escombros del viejo Hospital de San Carlos… ya sé que es una tontería, pero me gustó jugar a reconocer esos escombros y pensar que pertenecieron a un notable lugar.

El camino que han hecho los paseantes discurre paralelo a la orilla del interior de la Bahía y llega a la zona de los viejos talleres (de pintura, de alto explosivo, de municiones…). Eran talleres que vinieron desde los Mixtos, con sus operarios y con mentalidad de siglo XX, de cuando las municiones eran configurables y manipulables mecánicamente, como lo era el SEAT 600. Pero eso se fue extinguiendo a ojos vista… Ahora esos talleres son cascarones vacíos, las paredes se pueblan de grafitis anónimos y hasta han llevado un colchón por obvias razones… todos los operarios que trabajaron allí tenían un mote y bromeaban con una brusquedad violenta que nunca llegué entender del todo. Y eran muy hábiles en lo suyo, los puñeteros… Ahora ha crecido un eucalipto gigantesco junto a uno de esos talleres y han pintado un tulipán negro en la pared.



Hay encanto en el abandono, la verdad. Encanto y belleza en el poder de la naturaleza para reconquistar su territorio… y junto al taller de alto explosivo había un pequeño cuartucho del que salía una chimenea de tres metros de alto. Ya no existe la chimenea (seguro que era metálica), pero el cuartucho permanece techado. Ese sitio se llamaba donde el fosfuro. Y, claro, cuando hubo que fabricar tropecientos kilos de fosfuro de calcio para los submarinos llamaron al químico recién llegado al laboratorio… y el pobre químico no tenía ni puta idea de qué cosa era eso ni cómo fabricarlo. Hubo que estudiar y así me enteré que el fosfuro de calcio (Ca3P2) reacciona con el agua provocando una nube de humo gris muy escandalosa. Lo utilizaban los submarinos para señalar una posición y había que proporcionarles una enorme cantidad. ¿Cómo, puñetas, se hacía eso? ¡Menos mal que al rescate vino el viejo maestro de los talleres! Un veterano de larga experiencia que, sin saber nada de procesos químicos, conocía la técnica decimonónica para fabricar fosfuro cálcico haciendo reaccionar óxido de calcio con fósforo blanco (que había que mantener sumergido en agua) en un crisol metido a su vez en un horno que se calentaba comenzando la ignición desde la parte superior… y la cosa funcionaba. Las piedras de óxido de calcio acababan transformadas en piedras de fosfuro en un proceso que parecía pura alquimia. Aquello me encantaba, la verdad y ahora, cuando lo recuerdo, vuelvo a sentir ese cosquilleo que me producía la química, el olor acre de la química y las reacciones violentas entre reactivos. Y más aún me encantaba probar la eficacia de cada lote de fosfuro tirando piedrecitas al charco que formaba la lluvia delante del laboratorio de pólvoras… la hidrólisis del fosfuro era violenta, crepitaba y formaba humos grises que más valía no respirar.

Puede que no sean valiosas las ruinas de esos talleres —que no lo son—, pero tienen alma porque detrás de cada ladrillo hay una historia. Detrás de cada historia hay hombres que construyeron la pequeña aventura de cada día, la que hace funcionar las cosas cercanas. Es que la historia es también eso que decía Unamuno: «…la vida silenciosa de millones de hombres […] que a todas horas del día y en todos los países del globo se levantan a una orden del sol y van a sus campos a proseguir la oscura y silenciosa labor cotidiana y eterna…». Nada es insignificante. Nada.


No hay comentarios: