Este artículo se publicó en La Voz del Sur
Como a muchos, ahora la vida me apabulla y me sobrepasa por la izquierda y por la derecha, por encima y por abajo… y permanezco sentado al borde del camino viéndola pasar, solo, sin despegar los labios, en mi sitio. Eso hago cada día, ver pasar la vida sin hacer nada. Callado y en silencio porque no encuentro nada positivo que contar y porque estamos hasta las narices de las penas que nos cuentan los comunicadores; de la intolerancia de algunos políticos; de las quejas por la gestión de la pandemia que exhalan los cuñaos de turno; harto de que nos echemos en cara los muertos por covid y cansado del negacionismo de este sujeto que parecía cuerdo; hastiado de las políticas que promueven unos, y que otros rechazan por sistema… indignado con el fascismo rampante de VOX, de muchos del PP y de aquellos que ni siquiera saben que son fascistas, pero son unos fascistas de tomo y lomo; cansado de la destrucción de la realidad a manos de las redes sociales… ¡Por tantas cosas estamos hartos! Y también estoy asustado porque he perdido las ganas de reír.
Sí… Conforme se acerca
la Navidad aflora el detestable señor Scrooge que llevo dentro. Pero
este año más agrio si cabe. Tal vez porque es más evidente lo absurdo y
contradictorio de la sociedad que nos empeñamos en mantener a pesar de la cura
de humildad que supone la pandemia de 2020. Ahora —después de superar un
confinamiento— sabemos que, en realidad, necesitamos bastante poco para vivir,
mucho menos de lo que nos decían… pero vivir con muy poco supone una hecatombe para
la sociedad que tenemos. Solo si consumimos compulsivamente, como hacíamos antes
de la pandemia, podemos mantener en pie el tinglado económico… y mantener en
pie este tinglado económico supone desigualdad creciente, competición inhumana
con nuestros iguales, injusticia, esclavitud y, a la larga, el suicidio
colectivo de la especie y la venganza del planeta. Por eso he perdido las ganas
de reír, porque necesito creer en un futuro para ellos y no lo veo claro…
…por eso miro una y
otra vez el vídeo de Belén. Lo ha grabado su madre. Dos años tiene la niña. Le
riñe a Habana, la paciente perra de siete que la ha visto crecer y que le
tolera cualquier cosa. La niña le ordena con su media lengua que se siente y la
perra se sienta y la mira esperando más órdenes. Luego Belén abre la palma de
su manita y marca el número de su papi, se lleva la mano a la oreja y le
explica a su papi que Habana ha sido buena, luego cuelga aplicando
delicadamente su minúsculo dedo índice sobre la palma de su manita. Entonces se
abraza al cuello de Habana y la aprieta con sus pequeñas fuerzas, y le dice
cuánto la quiere porque ha sido buena. Eso me hace sonreír. ¡Coño! Me hace
sonreír. Pero es una alegría triste. Lo mismo haría el señor Scrooge, dibujar
una mueca detestable… y Belén no se lo merece.
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