Un trozo de cinta
de embalar fue su tumba. Quién iba a pensar eso, que dejar ese trozo sin
rematar sería fatal para la pequeña.
Ayer murieron ahogados en mitad del Mediterráneo,
camino de Italia, no sé cuantos cientos de personas que huían de África
hacinadas en un pesquero. El otro día fueron las víctimas del avión del copiloto
suicida. Más allá fueron los cien quemados vivos en Nigeria, o los niños destripados
en Gaza, o los degollados por tales hordas o tales otras…
…y lo asumo sin pestañear. Cada día me trago mi
condición de ser humano, dejo la empatía debajo de la alfombra y sigo viviendo
angustiado, pero con las cosas cercanas. No más allá. Debe ser verdad lo que
dicen los psiquiatras, que tenemos que ser inmunes a las barbaries siempre que
ocurran en la distancia. Hemos evolucionado para eso, para sobrevivir a los
males ajenos. La misericordia sólo es aplicable a lo cercano. No podríamos
vivir soportando todas las culpas. Nuestro ego por delante, y tiene que ser así.
Pero esa pequeña salamanquesa… No sé. La imagino
presa en el pegamento. Muriendo poco a poco, por mi culpa. Incomprensible el
mundo para ella. Una agonía inútil. Desesperada y sola. ¿Cuántos intentos hizo
para escapar? Todos fueron inútiles. Debería haber muerto con dignidad y
rapidez, como mueren las salamanquesas, en el pico de una lechuza. Pero no,
murió lentamente, minuto a minuto, apresada en una cinta de embalar… ¡Los dioses son unos cabrones! Pensaría
la pobre en su último suspiro.
Lo hice sin
pensar, pequeña. Sin pensar.
Estaba solo y me permití
un sollozo…
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