Hay un grupo de
gorriones picoteando una corteza de pizza. La corteza está ahí delante, en el césped,
al lado de una lata de cerveza y una bolsa de plástico. Es un poco caótica la
escena. Los gorriones se molestan entre sí y no colaboran aunque haya comida de
sobra para todos. Se les ve felices. A veces les envidio –a los gorriones,
digo- y pienso que tienen una vida cómoda. No les preocupa el porvenir, ni les pesa
el pasado. Seguro que duermen divinamente, del tirón, sin preocupaciones por el
futuro de sus huevos. Tampoco tienen patria que les duela porque en el aire no
hay fronteras… ni tienen penas (creo) si
un gato callejero se zampa a un compañero de vuelos y migajas. Se lo comento a
Álvaro mientras terminamos el café, pero no está de acuerdo conmigo, dice que a
lo peor están acosados por ácaros parásitos y no se pueden rascar a gusto; que parecen
estresados, que comen compulsivamente como si fuera su última ingesta. Eso
es que viven intensamente el momento, pienso yo. No creo que les preocupe otra
cosa. Luego se van volando a otros aires, sin terminar la corteza, y es como si
nunca hubieran estado allí… Aparentemente no han dejado nada trascendente para
la posteridad, pero son parte indisoluble del mundo.
Me dejó mil pesetas en 1974 y
nunca se las devolví…
Ha muerto César,
mi viejo amigo… y la vida sigue sin él. Y seguirá sin nosotros cuando hayamos
muerto. Somos demasiado pequeños. La muerte no me hace pensar en ninguna
inteligencia que nos observe como nosotros observamos a los gorriones. La
muerte de César me deja quieto y pensativo. Le recuerdo joven y guapo, tenía
éxito con las niñas. Simpático, siempre de buen humor. Hábil con las manos y
generoso… una vez me dejó mil pesetas cuando con ese capital sobrevivías una
semana en Torremolinos. Nunca se las devolví.
Desde los ocho
años estuvimos juntos en el colegio de don Francisco Canto (ambos somos de
formación PacoKantiana, por tanto), que estaba en el sótano de la casa de Luis,
en Villajovita, un pequeño barrio de Ceuta, la pequeña ciudad española en el
norte de África. Compartíamos el mismo pupitre, de esos que tenían un tintero
de plomo alojado en un alveolo horadado en la madera. Un día tuvimos que
aprender que la luz es la claridad que
nos permite ver los objetos… y el jodido niño va y me dice que la luz era
la claridad que nos permitía ver los ojetes.
O sea, el ojo oscuro del culo humano. Por lo visto me hizo
tanta gracia que exploté en carcajadas incontenibles. Todo el colegio se calló
y cuando el maestro se interesó por mi situación no podía contestarle… Más
tarde, el puñetero César, me preparó otra de esas. Me preguntó: ¿Tú sabes cómo se reproducen las gallinas?
Y cuenta que di un manotazo en el pupitre y dije: ¡Se reproducen por huevos! Y esta vez nos reímos los dos hasta que nos
doblamos de dolor. El maestro nos mantuvo separados desde entonces… y la vida
hizo lo propio. Pocas cosas son convergentes por aquí.
Pues sí, ahí quedaron el pupitre y el tintero de plomo,
y quedó un instante eterno con mi viejo amigo César. Cuando pagué el café, en
el césped seguían la corteza de pizza, la bolsa de plástico y la lata de cerveza.
Los gorriones habían volado a cualquier sitio. A nosotros nos parece que viajan
al azar, pero seguro que lo hacen siempre con un propósito…
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