Este artículo se publicó en La Voz del Sur
Nos educaron en un
patriarcado inamovible. El hombre era el rasero de todas las medidas
intelectuales, morales, emocionales, sociológicas, biológicas… la mujer estaba
en otra dimensión, más baja, por supuesto. Hoy nos horroriza lo que pasa con
las mujeres afganas, pero nosotros lo hemos vivido en nuestra propia casa hasta
ayer mismo. Hablo de la generación que mejor conozco, la de servidor, los que
nacimos en España mediado el siglo XX, en una posguerra tardía. Aquel era un
país gris y casposo, donde sonaba radio nacional de España con un parte
de guerra que con el tiempo se reconvirtió en boletín de noticias de
obligada audiencia y nula contestación. Una sociedad llena de sotanas negras
que olían a rancio; curas de mirada inquisidora …no te veo por aquí últimamente,
Fulano… en cada esquina intimidaban policías de gris o guardias civiles con
tricornio de charol que daba miedo solo verlos. Era un país de mujeres
sometidas al hombre y a Dios, porque ellas solas no podían apañarse, ¡pobrecitas!
Las mujeres, nuestras madres, tenían un rol perfectamente definido: las
tareas propias de su sexo y condición. Es decir, servir al macho de la casa
(nuestros padres) y criar a sus hijos para bien de la patria… y eso estaba tan
interiorizado que nunca fuimos conscientes de la aberración que suponía. Pues,
mira tú, a pesar de todo eso, llegamos a formar algunas familias felices y
acríticas. Los niños y las niñas (disculpen, poco a poco me va chocando el
masculino inclusivo de la RAE, la verdad) nunca fuimos conscientes de nada y me
atrevería a decir que la mayoría de nuestras madres, tampoco. No teníamos una
visión alternativa para comparar situaciones, y sin alternativas no se podía
comprender la injusticia que sufrían nuestras madres y hermanas. El machismo
ambiental era transparente a nuestra comprensión. Ese era el mundo en el que
vivíamos y esos eran los valores dominantes… las madres atendían la casa y, por
lo general, obedecían; el hombre llevaba el dinero y tomaba las decisiones de
la familia. Eso era lo correcto. Crecimos y nos formaron en los valores de un patriarcado
ubicuo e incontestado. ¡Nadie nos dijo que eso era machismo y que denigraba a
la mujer!
No me lo han contado, lo
viví. Nuestras madres eran algo en esa sociedad porque llegaban a ser las
señoras de López o de Martínez, apellidos de los maridos que ejercían, a su
vez, de tutores legales de sus mujeres. Los hombres no lloraban, llorar era de niñas
o de mariquitas. Ser madre soltera era un estigma. Solo las fulanas fumaban públicamente.
No se escupía porque escupir era propio de judíos, esos seres que habían
escupido al Jesús. No podías desear a una niña porque te condenabas eternamente
a los suplicios del infierno. Las mujeres se sentaban de lado en las
motocicletas o en los caballos, con las piernas juntitas. La raza española era
indomable y en su día construimos un imperio en el que no se ponía el sol… Todas
esas verdades formaban nuestra realidad impostada, estaba sostenida con falsas
premisas, era un castillo de arena.
Es lo que tienen los
castillos de arena, que tarde o temprano caen. No recuerdo cuando se desmoronó el
mío. Los de nuestra generación tuvimos que aprender muchas cosas por nosotros
mismos. A percibir, por ejemplo, el machismo ambiental —contra la mujer y contra
homosexuales—. Fue un goteo suave pero continuo, que partía de las propias
mujeres, lo que nos mostró la necesidad de oponerse al patriarcado. Yo creo que
lo comprendí de inmediato, cuando conocí a mi compañera. Punto. La conclusión
era tremendamente sencilla: Un ser humano tiene los mismos derechos y deberes que
cualquier otro ser humano por el simple hecho de ser un ser humano… con
independencia de dónde nace, dónde pelea o dónde muere y, por supuesto, con
independencia de su sexo biológico y de la particular interpretación que cada
uno le quiera dar al suyo. Era así de simple. Y esto ya no es un castillo de arena,
es una piedra basal sobre la que construir una sociedad más justa.
Los de mi generación —hombres
y mujeres, conste— hemos aprendido a ser feministas (los que lo hayan
aprendido) a pesar de todo nuestro bagaje en contra y porque es lo radicalmente
razonable… cuento todo esto porque, a pesar de los esfuerzos por reprimir
gestos o frases machistas —que hemos aprendido y repetido en muchas ocasiones a
lo largo de toda nuestra vida—, a veces se nos escapan cosas que ponen en
evidencia nuestro origen. Ayer, por ejemplo, una buena amiga me llamó la
atención por escribir una de estas frases hechas que menosprecian a la mujer… mea
culpa. Y hoy he visto la foto que ilustra esta reflexión y me ha llamado malamente
la atención: las mujeres dispuestas detrás de los hombres. Y si nos ponemos a
mirar en nuestro entorno, hay puñados de ejemplos como estos.
A veces son detalles involuntarios,
estoy seguro, pero esos micromachismos restan. Hay que seguir trabajando…
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