Este artículo se publicó en La Voz del Sur
En San Fernando, la misma tarde del 18
de julio de 1936, una vez detenidos a casi todos los concejales del Frente
Popular, se arrió la bandera republicana del ayuntamiento y se izó la bicolor
monárquica. Era la mejor señal para demostrar la toma del poder por los
militares rebeldes y por los fascistas de la Falange española. Decía Casado
Montado que el personaje que arrió la enseña republicana había sido el Niño
de la Verde, «un elemento repugnante, pedófilo notorio y despreciable». Era
el apodo de un falangista local implicado en las reyertas fascistas ocurridas
en la ciudad en la primavera de 1936.
Pero el izado oficial de la nueva
enseña bicolor, roja-gualda-roja, en toda Andalucía ocurrió, por orden del
general don Gonzalo Queipo de Llano, el 15 de agosto de 1936. Ese día se izó con
toda solemnidad en el ayuntamiento de San Fernando y en todos los colegios
nacionales de la ciudad… por cierto, el escribiente que redactó la orden de
alcaldía para los colegios tuvo que corregir uno por uno todos los oficios —y
sus copias— para añadir la palabra “bicolor” a la descripción de la bandera
nacional. Eran dos colores que desde ese momento quedaron identificados con un
régimen criminal y autoritario que se afirmó por oposición a los valores
democráticos que representaba la II República. Hoy día, los herederos
ideológicos de aquel fascismo siguen identificados con esos dos colores, y
flaco favor hacen a la bandera constitucional española.
Para los propagandistas del Régimen
del 18 de julio, la bandera tricolor republicana era:
«…la
de una nación que no existe, porque representaba a la antipatria, era, en una
palabra, la de los judíos, que habrán de andar siempre errantes, sin Dios y sin
Patria, porque maldición divina fue que de esta forma viviesen. Por eso tiene
la bandera de ellos tres colores, como tres son también los vértices del
triángulo masónico que clavado en sus tres dimensiones en el corazón de España
venía destrozándola…». [La
Correspondencia de San Fernando, 15 de agosto de 1936. La bandera de España.
Francisco de Hevia, procurador].
Marxistas, masones y judíos, la tríada
extinguible de la Dictadura. Es decir, el famoso contubernio judeo-masónico
que mantuvo hasta su final el general Franco. Una fantasía paranoica que
aseguraba la existencia de una confabulación de judíos, masones y marxistas
para destruir España. Fantasía que se convirtió en una verdad indiscutible para
las clases privilegiadas por el Régimen del 18 de julio —parte de la oficialidad
del Ejército y la Marina, monárquicos borbónicos, fascistas, tradicionalistas,
las oligarquías agrícola, industrial y financiera y, por supuesto, una iglesia
católica española anclada en el concilio de Trento—. Tal paranoia se inicia
mucho antes del siglo XIX (tal vez tenga su origen en los Reyes Católicos) y
alcanza carta de naturaleza en la primera parte del XX. Para los creyentes en
esta teoría, la II República española era la consecuencia de una conspiración
—pensada por judíos, organizada por masones y perpetrada por la izquierda
política y sindical— para destruir España y convertirla en una colonia de
Rusia. Para estos paranoicos, los enemigos de su patria eran un revoltijo
de republicanos (liberales, radicales, centristas y de izquierda), socialistas,
comunistas, anarquistas, cenetistas, ugetistas, sin distinción de matices: eran
los rojos, la anti-España, los sin-Dios, los sin-Patria, los malos
españoles. Por el contrario, ellos, los que apoyaron el Régimen del 18 de
julio, eran los únicos y verdaderos españoles, personas de orden y recta
moral, decían. Esa idea básica —confabulación judeo-masónica y la lucha
épica entre buenos y malos españoles— se transformó en un comodín ideológico
que se repitió sin descanso en cada discurso después del golpe de Estado y
sirvió de coartada para justificar el exterminio —físico o social— de cualquier
español que hubiese estado comprometido con la II República.
El Estado militar-fascista que sustituyó
a la II República fue un régimen condenable desde todos los puntos de vista. Eran
gobiernos autoritarios de militares cuarteleros, del fascismo de la Falange
Española, de la confesionalidad de una Iglesia aberrante y obtusa, y del
fanatismo religioso de los tradicionalistas más arcaicos. El fascismo fue
condenable en el siglo XX y lo es actualmente, cuando resurgen los herederos
ideológicos de aquella ponzoña política. El fascismo es condenable por los
valores que defiende, por los derechos que quiere abolir y por los crímenes que
se cometieron en su praxis española. Exterminaron a la oposición política y social
que no se exilió de España al finalizar la guerra; eliminaron las libertades
individuales y colectivas; condenaron a la mujer a la sumisión y al silencio;
criminalizaron los valores democráticos; controlaron exhaustivamente los medios
de comunicación; abandonaron el sistema educativo en manos de una iglesia
anclada en el concilio de Trento, que impuso un nacional-catolicismo a varias
generaciones de españoles; desarrollaron una propaganda castrante y una cultura
oscura; impusieron una patria monolítica despreciando la historia y todas las
manifestaciones nacionalistas del Estado; prohibieron el uso de lenguas
distintas al castellano; cometieron un genocidio ideológico con total
impunidad… pero, sobre todo, el régimen militar-fascista de los primeros años del
franquismo construyó su modelo de sociedad sobre sobre el terror de los vivos y
sobre miles de cadáveres abandonados en fosas comunes.
El fascismo se sitúa en la zona más
oscura de la historia española… y es nuestra obligación recordar el genocidio ideológico
que cometieron, para aprender cuáles son las consecuencias de los fascismos e
identificar las actuales y futuras veleidades con el mismo monstruo.
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