Recuerdo
que encontramos al viejo en la cantina de Regulares, por la Loma larga,
cerca de un lugar que los propios soldados llamaban la Pista de Aplicación.
Entonces los montes de Ceuta estaban cubiertos por un bosque mediterráneo de
pinos y chicharras, espeso y aromático, lleno de romero, tomillo, orégano,
poleo, alhucema… hoy lo han incendiado varias veces y todos hemos perdido otra
pequeña isla de naturaleza. Nuestra acampada estaba en ese bosque, al raso, sin
tiendas de campaña. Dormíamos —o lo que fuera— entre la floresta, cerca de un claro
que tenía de largo lo que alcanzaba una flecha disparada por Cóico, que era el
más hábil de todos nosotros.
El borrado. Autor anónimo. |
La
Pista de Aplicación era un lugar divertidísimo, lleno de obstáculos
hechos con troncos de árboles colocados de distintas maneras para que los
soldados los superaran en el menor tiempo posible. En cierto modo recordaba una
pista ecuestre, pero aquí los que superaban los obstáculos eran legionarios y
regulares. Atravesar todos aquellos obstáculos era para nosotros un reto
divertidísimo.
Recuerdo
que por allí había un carro de combate que debía ser de la primera guerra
mundial, oxidado y muy malparado… y recuerdo a una dulce chica de pelo castaño
con la que estuve explorando el interior del tanque. Eso lo recuerdo muy bien…
Y
junto a la Pista de Aplicación, bajo un chambao estaba la cantina
donde la muchachada sudorosa se nutría a base de gigantescos bocadillos de
sardinas en aceite que luego asentaban con lingotazos de coñac. Allí estaba el
viejo, siempre en el mismo rincón, sentado en el borde de un taburete, delante
de una copa de coñac que bebía a minúsculos sorbos, aspirando aire al mismo
tiempo, como si fuera sopa caliente.
Al
viejo se le iluminaban los ojos cuando nos veía entrar, y no nos perdía de
vista. Nuestras camisas azules de falange, las flechas en el haz, la boina roja
de los tradicionalistas prendida en la hombrera, la bulliciosa alegría de la
juventud, que nada nos cansaba y siempre había una ocasión para la carcajada…
todo eso encandilaba al viejo, que nos miraba extasiado, sin perder detalle de
nuestras payasadas.
Fernando
Aguilar había intentado hilar conversación con el hombre, pero el viejo se
limitaba a afirmar con la cabeza y sonreír. No parecía que entendiera nada y no
decía nada. Fue Eusebio, el cantinero que vivía por la Puntilla, el que nos
contó algunos detalles del cojo Marcial, que así le llamaban. Había
estado en la División Azul con apenas 18 años, por eso se pone así cuando os
ve, por las camisas azules, dijo. Le habían herido en una pierna en
no se sabía que escaramuza, y desde entonces arrastraba el apodo. Luego estuvo
prisionero en un campo de concentración ruso, pero el Caudillo se lo trajo de
vuelta. Tenía una pensión vitalicia y una medalla por sufrimientos a la Patria…
Duerme ahí abajo, nos contó Eusebio, donde la huerta de Adriano, que
le tiene el hombre preparado un tapaíllo para él. Pero hay días que me lo
encuentro por la mañana detrás del mostrador. El capellán del destacamento o
el propio cantinero le traían ropa de vez en cuando.
Y
allí liquidaba su vida el cojo Marcial, en el chambao de Eusebio,
bebiendo coñac a pequeños sorbos, como si fuera sopa caliente, y comiendo los
restos del rancho que le arrimaba todos los días un cabo de Regulares.
No había más en esa vida. No pedía nada el viejo, no esperaba nada y tal vez ni
siquiera fuera consciente de que vivía de la buena voluntad de los que tenía
cerca.
Y
a pesar de la profunda tristeza que me provocaba ese hombre, absolutamente
solo, con su vida vacía, sin sentido, sin estímulos, anclada en un pasado
siniestro… jamás en los cincuenta años que han pasado desde entonces, he
olvidado lo feliz que era cuando nos veía llegar vestidos con la camisa azul de
esa falange tardía que viví…
Ahora
pienso —quién me lo iba a decir— que, aunque solo fuese por eso, mereció la
pena vestir ese trapo.
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