El mejor sitio está
pasando el puente del río Barbate, junto a unas viejas murallas, camino ya de
Zahara de los Atunes. Anita lo sabe porque otras veces le ha ido bien. Y allí
se detiene a esperar que algún conductor se apiade. No es que Anita despierte piedad
precisamente. Tampoco hace falta que Anita disponga alguna pose al borde de
la carretera. Anita es una escultura de ébano forjada en África. Tiene un
cuerpo cincelado de sensualidad y todos los hombres de este sur la desean por
lo exótico de su rostro y por las ondulaciones que forma su cuerpo. Unos
directamente, con descaro; otros en silencio y de reojo.
No sabe Anita si aún
pisaba la tierra de Senegal cuando la violaron por primera vez. Fueron cuatro
despojos humanos con uniforme, eso sí lo recuerda. Y la última violación ocurrió
en Mauritania, en la playa, antes de subir al cayuco. Anita tampoco sabe quién
es el padre de su hijo... ni quiere saberlo.
Desconozco el origen de esta imagen |
En el otro
mundo, Blanca regresa cansada de la clínica. Blanca es pequeña y del
color de un melocotón a medio madurar. La belleza de Blanca es consecuencia de
mil razas mezcladas y de mil años de historia atravesadas de guerras que
ahora parecen remansadas. Está embarazada de cinco meses. Su bebé no sabe
la suerte que va a tener. Conduce un robusto coche blanco y no puede
saber que se va a cruzar con Anita. Un segundo antes de que ocurra, ni siquiera
ella sabe que va a detenerse pasado el puente sobre el río Barbate, camino ya
de Zahara de los Atunes. ¿Por qué no llevar a la chica negra? Se pregunta. ¿Y
por qué no? Se responde ella misma.
Anita se asoma
por la ventanilla y pregunta que si puede llevarla hasta Zahara. Sonríe con una
boca amplia y fresca. Es por allí, dice señalando al frente, hacia la sierra
del Retín. Después de siete años en Barbate, sabe comunicarse con un enorme
arsenal de recursos, y el idioma no es el único ni el más eficaz. Su forma de
sonreír le abre puertas, y ella lo sabe. Cuando Blanca le dice que suba, Anita
llama a los demás. Son cinco hombres negros de Senegal, como ella, que
esperaban al otro lado de la carretera, agazapados junto a la Venta Curro.
Blanca se
sorprende y le dice un poco alertada que todos no caben, que sólo pueden ir
cinco en el coche. ¡Pero qué sabrá esta chica! Si cupimos sesenta y cuatro en
el cayuco, como no vamos a caber seis personas en este coche tan grande. Claro
que cabemos, hija. Intenta explicar Blanca algo relacionado con la Guardia
Civil y el número máximo de viajeros y tal… Pero ya están todos dentro del
Toyota. No merece la pena entablar una batalla que ya está perdida.
Los doce kilómetros
que separan Barbate de Zahara de los Atunes dan para mucho. Anita y su familia
viven en un garaje a la salida del pueblo. Pertenece a Manolo, un anciano viudo
y sin hijos… y afortunados son los siete por tener un garaje para ellos. Y así el
anciano no se aburre, se sienta en la acera a tomar el sol, junto al portalón, para
oír hablar a Anita en esa lengua tan extraña y sonríe… a saber qué extraña ensoñación
hace el abuelo con Anita.
Ahora, en
agosto, lo mejor es desplazarse a Zahara para hacer trencitas a las turistas.
Jamás habría podido imaginar que estos europeos de pelo lacio y claro pagaran
precisamente por encresparlo. Por eso intenta ir todos los días al pueblecito.
Ella hace trencitas y ellos pagan. Aún hoy, después de estos siete años le
asombra la manera que tiene esta gente pálida de tirar el dinero como si fuera
la cascarilla del sorgo.
Y su hijo,
fruto de alguna de las violaciones del viaje —Paquito le dicen en el pueblo—,
tiene ya casi siete años. El niño cena todas las noches en el bar de Concha,
que es nieta, hija, mujer y madre de almadraberos en paro y dedicados a lo que
salga. Por la puerta de la cocina, por la que da al callejón, le arrima la cena
a Paquito. Dice Concha que lo que más gusta al joío niño son las gambas al
ajillo. Y lo dice con el ceño fruncido, con máscara de falso enfado y orgullo
de abuela postiza.
¡Qué sería de este mundo sin la gente buena!
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