El coche alcanzó la
colina y abajo apareció Tarrasa en tonos rojizos y negros. Era el año 1969, por
entonces Lleida era Lérida y a Terrassa le decíamos Tarrasa. Me pareció una
ciudad profundamente fea (y pasado un tiempo también la percibí deprimente). La
inmensa mayoría de las edificaciones se me antojaron inacabadas, con las
paredes exteriores de ladrillos rojos. Las dejaban así, sin rematar y sin pintar
de blanco, que es como servidor entendía las paredes: encaladas, como se ha
hecho toda la vida…
…pero no
estábamos en el Sur, donde conviene que las paredes sean blancas por aquello de
reflejar las calenturas del sol. Tal cosa no era importante ni hacía falta en
esta ciudad de Cataluña (que en ese tiempo se escribía así, con eñe). El otro
detalle que me impactó de la ciudad fueron las innumerables chimeneas de
ladrillo rojo que crecían por todas partes. Eran atalayas humeantes, altas y
delgadas, que salpicaban el paisaje. Crecían chimeneas en Terrassa como en
Écija se elevan los campanarios de cuarenta iglesias… Era evidente que
estábamos en un país totalmente distinto. ¡Ya quisiéramos en el Sur algunas de
aquellas chimeneas en lugar de campanarios! Pero eso lo comprendí mucho más
tarde, cuando amanecí a la conciencia política…
¡Qué insulsa me
pareció Terrassa! Nadie ponía flores en las terrazas, ni en los balcones, ni en
los patios… entre otras cosas porque no se veían patios. Allí la cultura
andalusí no había dejado ni su estética ni su tradición, y las casas y las
calles no tenían nada que ver con las del Sur… tampoco impregnaron el carácter
de la gente, eso tampoco. Era un país en el que las paredes de las calles estaban
tapizadas de hollín industrial, que si te rozabas con ellas salías manchado de
negro. ¡Qué distinta de las paredes refulgentes de Andalucía! …no t’arrime a la paré que te va llená de cá…
Al principio fue
el choque estético lo que más me sorprendió. Diecisiete años viviendo en Ceuta,
allá por el norte de África, donde todo era profundamente español y sureño, y
la sociedad se rebozaba en un poso colonial donde mandaban los peninsulares y
obedecían los moros; y donde los
judíos y los hindúes ponían la laboriosidad y sus buenos dineros. En Ceuta me
enseñaron —y les creí— que España era Una, Grande y Libre… pero en Terrassa
aprendí en poco tiempo que lliure es
un concepto que se conquista a fuer de quererlo, que no se regala, ni se aprende
por mucho que lo leas en un libro de
Formación del Espíritu Nacional. Lo entendí allí.
En Terrassa asistí
a mis últimas misas como creyente y las oí en catalán. Y fui centro de atención
cuando iba con los amigos de mi prima Merche, una preciosa catalana que siempre
tuvo su corazón en Ceuta. En esas reuniones, cuando catalanes y charnegos se
enteraban de mi procedencia africana, me cosían a preguntas… que catetos eran,
no sabían nada de mí mundo y algunos pensaban que había leones por las calles
de Ceuta. Me hice un poco científico estudiando ingeniería química y comencé a intentar
razonar la vida. Leí muchos libros y escribí carteles que reivindicaban los
derechos humanos en un cuartucho de la Escuela de Ingenieros. Corté el tráfico junto
a los compañeros de Comisiones Obreras y preparé asambleas en una parroquia de
Can Anglada mientras otros vigilaban las esquinas por si venía la policía.
Conocí a Mas y a Gual, y a Rico también, que con el tiempo los vi en la tele
convertidos en dirigentes políticos. Me empapé de lucha obrera leyendo los
panfletos clandestinos que cada mañana tapizaba la parada del autobús. En esos
años se luchaba por la recuperación de las libertades democráticas de la gente.
Estaba claro que Franco era el enemigo y eso ayudaba a que todos nos uniéramos
en la misma lucha, cada uno a su manera. No conocí las aspiraciones
nacionalistas catalanas y aún menos las independentistas. No eran visibles,
aunque imagino que permanecía latente en reductos más profundos de la lucha
política. Por esos años escuché a Tete Montoliú en el Jazz Cava de Terrassa, un
tugurio lleno de humo y música; y conocí a un joven y melenudo Lluís Llach que
ya cantaba L’astaca… Lluis era amigo
de mi prima Merche.
Pero fui un
extraño en tierra extraña. Me sentía más confortado en un grupo de colombianos que
estudiaban en la Escuela de Ingenieros que con mis compañeros catalanes. Uno de
aquellos, Ventura se llamaba, dejó embarazada a una chica y huyó de la noche a
la mañana a su país. Que, por cierto, de vez en cuando le llegaba a alguno de
ellos un baúl procedente Cali con comida, café, panelas y paquetes de marihuana.
¡Yo no sé cómo pasaba eso por la aduana! Y eran generosos aquellos colombianos.
El primer canuto lo fumé en mi habitación, con intención antropológica…
inolvidable la primera experiencia.
En Terrassa, ese
pueblo tan distinto a los del Sur, experimenté una soledad que dolía
físicamente. Aprendí a pasear mirando mil veces los mismos escaparates, a
entrar mil veces en la misma librería para mirar mil veces los mismos libros,
un día tras otro. Cierto que me rodeaba de gente, que conocí a Nuri, a Pilar y
a otra chica cuyo padre me asesinaba con la mirada… cierto que estuve comprometido
con ideas y compartiendo tareas, pero radicalmente solo.
Y después de
cuatro años, a medio terminar una ingeniería industrial, me despedí de cuatro
amigos. No hubo más. Y volví al Sur. Y entre las cosas que me traje aprendidas,
estaba el convencimiento de que Cataluña es una nación como lo es Francia o
Portugal, y que los propios catalanes —aunque muchos resulten profundamente antipáticos
y arrogantes— son los que tienen que gobernarla.
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