Había viajado por todo el mundo pero yo le conocí en
Cádiz, donde la luz del atardecer enamora. No sé… siempre se nos olvida que
nuestros paisajes cotidianos pueden resultar extraordinarios para el que los
mira por primera vez. Eso le pasó a Lucho, que se remansó en la Caleta y fue
aquí donde dejó de huir y empezó a dejar que el mundo y la vida pasaran por
delante de él, sin interferir…
…pero no sé, la verdad. Lo mismo no fue la luz de la
Caleta, o el paisaje y el paisanaje de Cádiz, a lo mejor lo que le hizo varar
en la orilla fuera Silvia.
Teníamos amigos comunes y por eso nos veíamos
ocasionalmente. Y desde el principio supe que era un tío singular. Se nota
cuando el bagaje de alguien no es fruto de lecturas, sino de viajes, de
conversaciones y de experiencias vividas en la propia piel. No da la mano, te abraza.
Recuerda en qué punto dejamos la conversación de hace dos meses. Pregunta por
el asunto que tenías entre manos la última vez… Y a fuer de pequeñas
conversaciones aprendí algunos retazos de su vida. No fue fácil, porque no era
mi intención conocer más allá de lo que él mismo quisiera contar y porque no
suele hablar de sí mismo… casi siempre era Silvia la que nos iluminaba con detalles
de su vida.
De familia acomodada, más bien incrustada en la
élite sociológica que mantuvo a la dictadura militar en Argentina y, por tanto,
cómplice silenciosa de los crímenes. Sin apuros económicos. Comenzó a trabajar
en el banco de su padre. Su futuro era prometedor y estaba asegurado… pero
Lucho escapó pronto de esa vida encorsetada. Por injusta y por asfixiante. Nunca
sabemos exactamente cómo o en qué momento se conforman nuestras convicciones
vitales… a veces sólo somos conscientes de ellas después de un ramalazo
irracional. Algo así le debió suceder a Lucho. Simplemente tuvo que huir de la vida regalada.
Se marchó y se ganó la vida seduciendo con su acento
argentino y aprendiendo a renunciar a las necesidades impuestas e inútiles. Aprendiendo
a disfrutar de los momentos que regalan nuestros días, en cualquier instante y
en cualquier lugar. Viajó para visitar a amigos en Francia y Suiza. Aprendió a
tocar extraños instrumentos musicales en la India y Vietnam. Y contempló
cientos de amaneceres en cientos de sitios distintos… sin prisas, sin corbatas,
sin horarios. Enseñó italiano, inglés y español en cada uno de esos lugares. Y acabó
—no sabe explicar exactamente cómo— remansando en Cádiz, como un río en su
tramo medio.
Pues han pasado algunos años y no se le desdibuja de
la cara la satisfacción de ver el paisaje de cada día como si fuera la primera
vez que lo encuentras…
¡Cómo coño lo hará el cabrón!
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