Hace mucho que no
sé de él, pero debe seguir siendo un gallego atípico… ¡siempre sabía adónde iba!
Recuerdo que le gustaba sentarse encima de un murete de piedra, de esos que
sirven para deslindar las tierras en ese país, y observar con unos prismáticos
los pájaros que cruzaban por delante — ese
es un tal, aquel un cuál — te iba diciendo. Y así pasaba las horas el tío.
Un día nos llevó
a buscar endrinas a un bosque autóctono, de esos que deben estar llenos de
meigas y fendetestas. Usamos un Land Rover para subir a un lugar cercano a
Chandrexa de Queixa, en lo más profundo de Ourense. Era un bosque húmedo, intocado
por manos humanas, una especie de reliquia botánica que no se sabe cómo se
mantenía al margen de los fuegos que cada año carbonizaba buena parte de
Galicia. Félix conocía muy bien esos caminos por su condición de capataz de una
brigada contra incendios, y era su obligación trazar rutas para llegar a
cualquier sitio. Nos comentó que los indicadores biológicos de ese lugar
estaban perfectos, es decir, no sé qué musgos y no sé cual gusarapo aún vivían
allí con una salud envidiable, y eso iba parejo al buen estado del bosque… Pues
en lo más recóndito de ese bosque relicto, plagado de troncos centenarios,
cubiertos de auténticos almohadones de musgo verde escarlata, allí en el
sotobosque, crecían unas endrinas grandiosas. Fueron las primeras que veía en
mi vida porque en el norte de África no se dan, que yo sepa. Y luego, en la
cocina de su casa, preparamos las botellas de orujo casero con un buen poso de
endrinas para que maceraran. Me duraron años las botellas que me regaló. Lo que
se dice patxarán no le salió, la verdad, pero aquello entonaba y diluía la
grasa del churrasco de vaca la mar de bien.
El asunto es que
nos alojamos en su casa sin conocernos. A_Cooper, una amiga común, nos había puesto en contacto y él
nos la ofreció desinteresadamente y sin ninguna condición. Pero justo el día
que debíamos llegar tuvo que irse a no sé dónde. Entonces nos dejó las llaves
en el único garito de comestibles que había en la aldea. Y así fue cómo
entramos en la casa de un extraño que se fiaba de nosotros sin conocernos de
nada. Por eso digo que Félix era atípico…
¿Qué dice la casa
de un desconocido cuando husmeas en ella a hurtadillas? Vas leyendo los
indicios… unas botas llenas de barro al lado de la puerta; un cayado rústico,
sin rematar; un impermeable de hule, una pequeña biblioteca. ¡A ver! ¿Qué
libros lee este tío? Libros de naturaleza, de pájaros, el Corazón de las
Tinieblas, revistas de ecología en la mesita de noche. Una cocina con orden e
higiene aceptables, pero sin pasarse. Un cuaderno de crucigramas en el retrete…
se ve que se lo toma con calma. Pues así conocimos a Félix: en ausencia. Pero
era mucho mejor persona de lo que leímos en esos indicios…
Al otro lado de la
calle donde estaba su casa comenzaba un bosque espeso lleno de fragancias, con arbustos
de acebo que llegaban a ser árboles. Mi compi tiene predilección por ese
arbusto de hojas tan lustrosas… y Félix te iba explicando: esta baya no se come, esta sí; de esta corteza se saca una infusión que
sirve para tal y cual; en ese tronco vive un búho… mira las egagrópilas que
larga el tío. Tenía una forma de decir que jamás te sentías ignorante junto
a él, al revés, te sentías un privilegiado por estar a su lado…
En ese viaje fue
cuando entablamos conversación con un lugareño de la ribera del río Sil. Un
señor, con botas de agua y paraguas ajado colgado del antebrazo, que había
dedicado toda su vida a cultivar vides y a cuidar cuatro o cinco vacas. Y decía
que él ya no entendía el mundo, que le pagaban por tener sus cuatro vacas y
nada más. Simplemente por eso… pero tenía que tirar a la calle decenas de
litros de leche cada día porque tenía prohibido venderla. Y eso hacía, formar un
reguero de leche que se perdía calle abajo hasta que la tierra la embebía. Y
nos contó que vino una prima de A Coruña a pasar una temporada con él, y que se
horrorizó de ver ese despilfarro. Y muy
dispuesta ella — decía el hombre —, se
puso a labrar queso hasta que llenó de piezas todo el cobertizo. Y cuando ya no
tuvo más espacio, empezó a tirar la leche… ahora ya sin remordimiento —apuntó—. Se llevó a la capital el coche lleno, pero
ahí siguen los que quedaron, que a ver si un día los tiro porque ya no lo
quieren ni los cerdos… Desde luego, hay cosas que no encajan bien en este
sistema.
Cuando se acabó nuestro tiempo le
regalé mi bastón tallado para que sustituyera el tosco cayado
que usaba. Era el que estaba tallando en ese momento, una vara gruesa y recta
de un chopo que creció en la Sierra de Cazorla. Había grabado cerca de la
empuñadura una leyenda inspirada en las palabras del jefe Seattle: “La Tierra
no nos pertenece, le pertenecemos”. Creo que a Félix le iba bien.
El día que nos marchamos
de su casa había dejado encargada en la panadería del siguiente pueblo una
empanada de carne y chorizo que nos duró tres días. Era un gallego atípico este
Félix. Sí… de alguna forma conseguía que un joven arce creciendo en mitad de un
macizo de acebos fuera la cosa más importante del mundo. Y así te hacía sentir a ti...
…hombres así no
pueden faltarnos.
8 comentarios:
Precioso,como todo lo que "cuentas"...
Gracias, amiga. Bonita foto te has puesto, por cierto!!
Aún queda gente como Félix en los pueblos, gente que ama su entorno, que lo mima, que lo enseña orgulloso. Gente íntegra que no entiende que se tire la leche cuando tanta gente no tiene para comprarla, yo tampoco lo entiendo. Como eso de que paguen por dejar los campos en barbecho...
Me ha gustado mucho.
Un beso. Estrella
Y tanto que no puede faltarnos porque si no habría que inventarlos. Son anteriores al mundo de las pantallas tactiles y la gente cuadrada. Y una gozada leer como lo cuentas. Gracias.
Gracias, Estrella. He visto que los recuerdos de tu niñez también se cobijan en pueblos pequeños. Un beso, amiga.
Es verdad, Carlos... la gente como Félix es anterior y superior al mundo que tenemos. Es un placer cruzarse en su camino, y aprender de ellos. Un cordial saludo.
Hola, Miguel Ángel. Algún que otro Félix he tenido la suerte de encontrar en lugares olvidados de España. Una suerte conocerlos. Es un relato entrañable, cercano como Félix. Felicidades. Un abrazo.
Cierto, Calipso... es un privilegio conocer gente así. Un cordial saludo!!
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