Nunca he sabido apreciar el valor artístico de la imaginería sacra que se exhibe en Semana Santa. De pequeño me enseñaron que las imágenes simbolizaban y recordaban la pasión y muerte de Cristo... nunca me dijeron que esas tallas tuvieran valor artístico –eso era lo de menos- y, a lo sumo, uno apreciaba la exhibición estética de todo el conjunto, o sentíamos la fascinación por los olores, los colores y los sonidos, por la riqueza en oro y plata y también por la explosión visual que envolvía a las imágenes.
Recuerdo que la Semana Santa era una fiesta triste y los pasos, una procesión de figuras trágicas paseadas por las calles y arropadas por unas autoridades paternalistas. Era emocionante participar en esa especie de puesta en escena global que ocurría en la calle. Vestíamos las mejores galas y todo era solemne. Y la emoción llegaba al éxtasis cuando se participaba con el disfraz de penitente, túnica oscura, cordón, capucha y cucurucho, y, sobre todo, el cirio encendido a pesar del viento de levante... uno se sentía protagonista directo cuando desfilaba con la cara tapada delante del tótem correspondiente, porque, además, era la excusa perfecta y permitida para permanecer fuera de casa hasta bien entrada la madrugada en unos tiempos en los que tal cosa era una excepción. Y justamente eso, lo que servía para escapar de la rutina, siempre ha sido algo muy atractivo para cualquier ciudadano porque remeda la revolución y la anarquía. Eso es lo que dicen los entendidos en estas cosas de la antropología, que al fin y al cabo la función última de las fiestas populares es remedar situaciones de contestación a la autoridad para calmar ansias de rebelión. Este proceso, diligentemente orquestado, es un eficaz instrumento para sosegar inquietudes sociales... los romanos lo explotaron hasta llevarlo a un refinamiento notable. Ocurre en todas las fiestas populares, y en la Semana Santa también... por unas horas al día el orden establecido se subvierte a favor del pueblo llano que se erige en amo absoluto de la ciudad... es algo bastante parecido a una revolución -¡estos antropólogos tienen cada idea!-.
Después vino el alejamiento personal de toda la parafernalia religiosa hasta que el martes pasado unos amigos me llevaron a mirar procesiones... hacía años que me negaba a participar, pero esta vez intenté ver las cosas con ojos de giri, como si fuera la primera vez que viese tal espectáculo. También buscaba penitencias singulares, esas personas que caminan descalzas, arrastran cadenas o cargan con cruces pesadas... pero no encontré ninguna. Esa procesión llevaba numerosos penitentes de cucurucho en la cabeza, muchos de ellos niños como si participasen en una fiesta de disfraces muy solemne. Y todos parecían vivirlo con intensidad. La gente, desde los balcones gritaban con mucho entusiasmo:
- ¡Que bonito los cargadores de la Isla, hijoooo! Que parecía mismamente que estuviéramos en el Gran Teatro Falla animando a la chirigota del sobrino. Y un señor disfrutaba que casi llegaba a un orgasmo emocional cuando el paso con su tótem bailaba hacia atrás. Les gritaba:
- “Vamono pa trá, vamono pa trá”- Y se reía lleno de júbilo. Y añadía después:
- ¡Que bonito, que bonito, hijoooo!
Sí, parecía palparse en la calle, en el entorno del paso, una comunión de sentimientos en muchos de los que miraban. Sin duda, participaban de la misma cosa y esa certeza de compartir la misma idea y sensaciones crea entre ellos la realidad de pertenecer al mismo grupo, o lo que diría Desmond Morris, pertenecer a la misma tribu urbana. Lo mismo pasa con los seguidores de un equipo de futbol, o miembros de la asociación de criadores de canarios, etc., etc., Y eso suele ocurrir de forma espontánea para mitigar lo impersonal de la vida en la supertribu humana.
No es ni bueno ni malo, simplemente es. Ningún comportamiento humano es ajeno a nuestra naturaleza... Sí, desde el punto de vista antropológico, la Semana Santa, lo mismo que cualquier ritual totémico es un fenómeno fascinante.
Recuerdo que la Semana Santa era una fiesta triste y los pasos, una procesión de figuras trágicas paseadas por las calles y arropadas por unas autoridades paternalistas. Era emocionante participar en esa especie de puesta en escena global que ocurría en la calle. Vestíamos las mejores galas y todo era solemne. Y la emoción llegaba al éxtasis cuando se participaba con el disfraz de penitente, túnica oscura, cordón, capucha y cucurucho, y, sobre todo, el cirio encendido a pesar del viento de levante... uno se sentía protagonista directo cuando desfilaba con la cara tapada delante del tótem correspondiente, porque, además, era la excusa perfecta y permitida para permanecer fuera de casa hasta bien entrada la madrugada en unos tiempos en los que tal cosa era una excepción. Y justamente eso, lo que servía para escapar de la rutina, siempre ha sido algo muy atractivo para cualquier ciudadano porque remeda la revolución y la anarquía. Eso es lo que dicen los entendidos en estas cosas de la antropología, que al fin y al cabo la función última de las fiestas populares es remedar situaciones de contestación a la autoridad para calmar ansias de rebelión. Este proceso, diligentemente orquestado, es un eficaz instrumento para sosegar inquietudes sociales... los romanos lo explotaron hasta llevarlo a un refinamiento notable. Ocurre en todas las fiestas populares, y en la Semana Santa también... por unas horas al día el orden establecido se subvierte a favor del pueblo llano que se erige en amo absoluto de la ciudad... es algo bastante parecido a una revolución -¡estos antropólogos tienen cada idea!-.
Después vino el alejamiento personal de toda la parafernalia religiosa hasta que el martes pasado unos amigos me llevaron a mirar procesiones... hacía años que me negaba a participar, pero esta vez intenté ver las cosas con ojos de giri, como si fuera la primera vez que viese tal espectáculo. También buscaba penitencias singulares, esas personas que caminan descalzas, arrastran cadenas o cargan con cruces pesadas... pero no encontré ninguna. Esa procesión llevaba numerosos penitentes de cucurucho en la cabeza, muchos de ellos niños como si participasen en una fiesta de disfraces muy solemne. Y todos parecían vivirlo con intensidad. La gente, desde los balcones gritaban con mucho entusiasmo:
- ¡Que bonito los cargadores de la Isla, hijoooo! Que parecía mismamente que estuviéramos en el Gran Teatro Falla animando a la chirigota del sobrino. Y un señor disfrutaba que casi llegaba a un orgasmo emocional cuando el paso con su tótem bailaba hacia atrás. Les gritaba:
- “Vamono pa trá, vamono pa trá”- Y se reía lleno de júbilo. Y añadía después:
- ¡Que bonito, que bonito, hijoooo!
Sí, parecía palparse en la calle, en el entorno del paso, una comunión de sentimientos en muchos de los que miraban. Sin duda, participaban de la misma cosa y esa certeza de compartir la misma idea y sensaciones crea entre ellos la realidad de pertenecer al mismo grupo, o lo que diría Desmond Morris, pertenecer a la misma tribu urbana. Lo mismo pasa con los seguidores de un equipo de futbol, o miembros de la asociación de criadores de canarios, etc., etc., Y eso suele ocurrir de forma espontánea para mitigar lo impersonal de la vida en la supertribu humana.
No es ni bueno ni malo, simplemente es. Ningún comportamiento humano es ajeno a nuestra naturaleza... Sí, desde el punto de vista antropológico, la Semana Santa, lo mismo que cualquier ritual totémico es un fenómeno fascinante.
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