No es la primera vez que intento explicar mis temores frente a la invasión cultural que supone la inmigración islamista… y que en ese intento no se me considere racista y/o intolerante.
Ayer el artículo de Ramón Lobo en El País (la muerte lenta tiene nombre de mujer en somalia), volvió a ponernos la carne de gallina explicando la ablación de clítoris y la infibulación (coser los labios externos de la vulva) que sufren las mujeres somalíes para que sus hombres -dignos y valientes hombres- tengan la seguridad de que llegan vírgenes al matrimonio. Costumbre que muchos musulmanes llevan allí donde vayan, con independencia de las leyes del país de acogida… me deja perplejo lo que puede llegar a conseguir la cultura en muchos casos: que hombres y mujeres dejen de pensar, de ser críticos, que renuncien al uso libre de la razón; que consideren normal y justo, entre otras muchas fechorías, el suplicio que supone para las mujeres la ablación y la infibulación, la lapidación y el ostracismo… y que no se rebelen frente a leyes de tal crueldad. (Y conste que la misma perplejidad me produce, aquí en mi casa, que hombres y mujeres sigan explicando la realidad y modelen su conducta en función de las órdenes que emanan de la casta sacerdotal de turno)
Hace unos días, a las periodistas españolas que acompañaban al ministro de justicia en un viaje oficial por Arabia, se les obligó a usar velos sobre la cabeza y rostro. Pero incluso así se les prohibió entrar en no sé cual universidad islámica por el simple hecho de haber nacido sin colita. Estaban en Arabia y, como no podía ser de otra manera, tuvieron que aceptar sus leyes.
Otro día fueron las terribles imágenes de la lapidación de una mujer adúltera, musulmana, por supuesto. Tapada con una sábana y enterrada hasta la cintura, recibiendo pedradas sin misericordia bendecidas por Alá ¿Qué le pasaría al valiente adúltero?
Y otro día, el menos pensado, te llegan noticias e imágenes de la amputación de las manos a un ladrón; o la ejecución pública de un criminal en una plaza de la Meca… Son muestras del atroz retorcimiento cultural de la praxis islamista cuando impregna y se inmiscuye –y siempre lo hace porque es su esencia- en la gobernación de un país.
Repito, en occidente nos costó mucha sangre y muchos siglos liberarnos de la oscuridad que supone convivir con las religiones, para que ahora nos sometamos a otros bárbaros bajo la ínfula de ser tolerantes. ¡Ya hemos pasado por ahí!
La LEY, libremente otorgada a nosotros mismos, en un estado organizado en torno a la voluntad popular, con todas sus expresiones ideológicas, es la única forma de sobrevivir a las aberraciones que las culturas religiosas pueden crear. No podemos renunciar al colosal intento de recluir a los dioses en sus altares. Ya sabemos la vieja aspiración: que la religión debería ser una cuestión personal y privada... que la vida pública es para cosas serias.
Ayer el artículo de Ramón Lobo en El País (la muerte lenta tiene nombre de mujer en somalia), volvió a ponernos la carne de gallina explicando la ablación de clítoris y la infibulación (coser los labios externos de la vulva) que sufren las mujeres somalíes para que sus hombres -dignos y valientes hombres- tengan la seguridad de que llegan vírgenes al matrimonio. Costumbre que muchos musulmanes llevan allí donde vayan, con independencia de las leyes del país de acogida… me deja perplejo lo que puede llegar a conseguir la cultura en muchos casos: que hombres y mujeres dejen de pensar, de ser críticos, que renuncien al uso libre de la razón; que consideren normal y justo, entre otras muchas fechorías, el suplicio que supone para las mujeres la ablación y la infibulación, la lapidación y el ostracismo… y que no se rebelen frente a leyes de tal crueldad. (Y conste que la misma perplejidad me produce, aquí en mi casa, que hombres y mujeres sigan explicando la realidad y modelen su conducta en función de las órdenes que emanan de la casta sacerdotal de turno)
Hace unos días, a las periodistas españolas que acompañaban al ministro de justicia en un viaje oficial por Arabia, se les obligó a usar velos sobre la cabeza y rostro. Pero incluso así se les prohibió entrar en no sé cual universidad islámica por el simple hecho de haber nacido sin colita. Estaban en Arabia y, como no podía ser de otra manera, tuvieron que aceptar sus leyes.
Otro día fueron las terribles imágenes de la lapidación de una mujer adúltera, musulmana, por supuesto. Tapada con una sábana y enterrada hasta la cintura, recibiendo pedradas sin misericordia bendecidas por Alá ¿Qué le pasaría al valiente adúltero?
Y otro día, el menos pensado, te llegan noticias e imágenes de la amputación de las manos a un ladrón; o la ejecución pública de un criminal en una plaza de la Meca… Son muestras del atroz retorcimiento cultural de la praxis islamista cuando impregna y se inmiscuye –y siempre lo hace porque es su esencia- en la gobernación de un país.
Repito, en occidente nos costó mucha sangre y muchos siglos liberarnos de la oscuridad que supone convivir con las religiones, para que ahora nos sometamos a otros bárbaros bajo la ínfula de ser tolerantes. ¡Ya hemos pasado por ahí!
La LEY, libremente otorgada a nosotros mismos, en un estado organizado en torno a la voluntad popular, con todas sus expresiones ideológicas, es la única forma de sobrevivir a las aberraciones que las culturas religiosas pueden crear. No podemos renunciar al colosal intento de recluir a los dioses en sus altares. Ya sabemos la vieja aspiración: que la religión debería ser una cuestión personal y privada... que la vida pública es para cosas serias.
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