Este artículo se publicó en El Foso, revista de la Casa de Ceuta en Cádiz, en Marzo de 2004
Ese día, la Casa de Ceuta en Cádiz organizó una excursión. Fui con ellos. No pisaba mi tierra desde 1986... y me enamoró de nuevo.
Durante la travesía del estrecho -en un barco mucho más lujoso que el viejo “Virgen de África”- leía un libro titulado “Al Sur de Granada”, de don Geraldo Brenan, un inglés que se afincó en las Alpujarras en 1920 y que la describe con los ojos maravillados de un extraño. Así que, después de 18 años sin visitarla, decidí pasear por Ceuta con los ojos de un forastero, como si fuera la primera vez que la veía... es lo que hago con mi compañera cuando la veo aparecer a lo lejos, que la miro tratando de olvidar que la conozco desde hace 25, y examino su forma de caminar mientras se acerca, el gesto cuando percibe que la observo, sus formas bajo la blusa, su mirada tratando de olvidar la mía. Sí, eso haría con Ceuta: observarla de nuevo.
Cerré el libro cuando los compañeros de excursión se arremolinan en torno a la escotilla de babor. Una vez en tierra rechacé la invitación de ir en autobús hasta el centro. Prefería caminar desde el puerto para no perder detalle. El ambiente era fresco, el cielo ligeramente nublado... y deambulé por el centro de la ciudad, durante cuatro horas, con el aire sorprendido de un turista en su propia tierra. Y fue inevitable comparar.
La avenida del puerto parece más llena de cosas. Me sorprende la enorme cantidad de agencias de viajes que han germinado de la nada. La gasolina a 0’60 céntimos. El puerto, que antes era de cemento y olía a brea, se ha convertido en un sitio verde, arbolado, incluso hay un oasis de palmeras. Por todas partes se perciben pequeños detalles que se sobreponen a la simple funcionalidad de las cosas, es decir, han conseguido que lo útil no esté reñido con lo bello. Las rotondas no sólo sirven para agilizar el tráfico, sirven para colocar en su centro un motivo escultórico que invita a pararse y mirar. En un pequeño recodo del viejo Puente Almina encontré mesas de piedra con tableros de ajedrez... Todas las farolas de la Marina –que para eso es la marina- están iluminadas con azulejos que recuerdan a cientos de barcos históricos. Lo que pasa es que la autora de tales azulejos –Charo Castillo-Bellver- debió dejar a criterio del albañil la colocación de los rótulos, y el profesional (buen alarife, pero inexperto en historia naval) cometió algunos curiosos errores –“la Pinta”, por ejemplo, está disparando un misil Harpoon-. Pero aún así puede resultar entretenido encontrar las erratas: ¿Cuántos letreros corresponden realmente con el barco que tienen debajo? ¡lo mismo lo han puesto a conciencia!
La Campana murió de vieja. El monocultivo del comercio para “paraguayos” se ha diversificado, y hoy los escaparates parecen los de una capital moderna. Quedan pocos, como Ultramarinos Fidel, con ese sabor que daba el Chivas Regal 12 y las latas de Breda. “Roma” y “Optica Zurita”, incombustibles, siguen como siempre. Los dos kioskos de la Plaza de los Reyes han cambiado, pero permanecen. La preciosa farmacia Trujillo ha dejado de ser antigua. El Cervantes ahora es Hollywood. Pude contemplar el cine África desde una perspectiva nueva, encaramado con sus columnas encima de una colina. No es mal edificio. El que tampoco existe es el entrañable cine/teatro Apolo. Y hay que agradecer al que tuvo la idea de recordarlo con una escultura de Apolo, hijo de Zeus y Latona. Una imaginativa forma de mantener la memoria colectiva de un pueblo. ¡Chapó!
Cuando mi generación estudiaba en el instituto –no había otro, hablo del instituto del Fradejas, del padre Chico, la Mosquera, la señorita Castelao, Aróstegui, la Jalón, don Antón, el Sotelo, el Garrido, don Jaime Rigual...-, Ceuta apenas tenía historia (eso no entraba en el examen), era mucho más importante saber cosas de los celtíberos, de la reconquista y del Caudillo. Pero ahora, desde la cuesta del Puerto ya se pueden ver los baluartes del Foso de San Felipe y las murallas que antes estaban ocultas bajo el Paseo de las Palmeras. Y así, casi sin entrar en la villa, y de un simple vistazo, comprobamos que Ceuta fue una ciudad que necesitaba defenderse, y que se fortificó porque era apetecida por todos los pueblos que pasaron por esta encrucijada geográfica. Y en ese intento didáctico, histórico y visual, también se han recuperado los lienzos de muralla de la costa sur, donde antes estaba la Compañía de Mar de Ceuta. Las murallas meriníes de Villa Jovita son valoradas por fin. Han encontrado una solución para dejar al descubierto la basílica cristiana tardoromana –puede gustar o no, pero se ha hecho-. Y los baños árabes de la Marina estaban en restauración. El museo de Ceuta es accesible en pleno Paseo del Revellín, y la señora que lo atiende se enrolla muy bien. Se están poniendo en uso las preciosas y únicas torres defensivas del perímetro fronterizo. Hay museos militares repartidos por la villa. La cantidad de publicaciones serias sobre costumbres e historia de la ciudad hablan de un orgullo propio...
Está claro que el pueblo que recupera su historia, para sí y para los demás, se ama a sí mismo y comprende el lugar que ocupa en el mundo. Hay que quitarse el sombrero ante los investigadores que aportan datos históricos y costumbristas sobre Ceuta; y también ante los urbanistas que intentan aunar la historia y el progreso. Es una suerte tenerlos.
Entre todos habéis hecho de Septem Fratrers una ciudad muy amable. Gracias.
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