Miguel Blanco Ferrer fue maestro de primera enseñanza en San Fernando (Cádiz) y tenía todas las papeletas para que le tocara el macabro sorteo. Y le tocó. Maestro republicano entre una horda de fascistas. Pastor evangélico en mitad de una Cruzada de liberación nacional-católica. Masón en un tiempo de bárbaros iletrados marcando la legalidad. Y presidente de Acción Republicana, uno de los partidos políticos que componían el Frente Popular que gobernaba la ciudad. Miguel tenía todos atributos que abominaban los militares, curas y fascistas que se levantaron contra la II República española el 18 de julio de 1936.
Ese mismo día lo
apresaron. Las compañías de Infantería de Marina, tropas de marinería y grupos
de falangistas, apenas habían tomado militarmente la ciudad. Los saqueos en las
sedes de partidos políticos, sindicatos y logias masónicas aún no habían
concluido. Cuando nadie en la ciudad tenía claro qué demonios estaba pasando…
Miguel ya era preso. Años más tarde lo explicaban los represores con ese
desparpajo que proporciona saberse impunes y amparados por los cómplices de la
misma fechoría. Decían de él, como para justificar su asesinato, que «…era
incansable propagandista de toda idea revolucionaria, extremista y
anticlerical. Fue detenido el 18 de julio de 1936, y por sus antecedentes se le
aplicó el Bando de Guerra…».
Sí. Se le aplicó
el Bando de Guerra, y ya sabemos qué significa eso, que le arrancaron la vida a
balazos… no porque empuñara la palabra
contra el infame movimiento. Tampoco
por actos ni por hechos cometidos contra la Gloriosa
Cruzada Nacional —no tuvo tiempo material para oponerse de forma activa—.
Lo mataron porque fue maestro, evangélico, masón y republicano, en un tiempo
en el que ser todo eso era legítimo, legal y normal. A nadie engañan ya, los
criminales fueron ellos, los que se alzaron en armas contra la legalidad
democrática. Lo asesinaron con la estética de un fusilamiento, pero no hubo
sumario, ni paripé de juicio, ni nada parecido. Lo silenciaron por lo que Miguel
significaba, y porque su sola existencia ponía en evidencia la barbarie de los Manzorro,
Isasi, Fossi y demás salvajes, que convirtieron este pueblo en un cementerio de
muertos en vida.
Su madre lo
visitaba todos los días en el Penal de la Casería de Osio, hasta que una mañana
de septiembre le dijeron que no volviera: su
hijo ya no está aquí, señora. Las
mismas palabras que escucharon cientos de madres y viudas en ese tiempo. Miguel
tenía entonces treinta y dos años. Lo habían sacado del Penal en la madrugada del
10 de septiembre de 1936, junto a once presos más. Los subieron en un camión y
a todos ellos fusilaron a las cinco de la mañana, junto al muro oeste del
cementerio de San Fernando. Un cura quiso bautizarlo y confesarlo, se supone
que para franquear su entrada en un dudoso paraíso. Él se negó. Luego arrojaron
sus cuerpos, sin cuidado, con el tiro de gracia aún sangrante, en una fosa
común de la parte civil. Tal vez los podamos exhumar en poco tiempo (1). Les
daremos entonces, a todos ellos, una memoria y una dignidad que sus asesinos
quisieron robarles.
Lo que no
supieron los represores —no tenían por qué saberlo— es que su madre guardó el
violín que Miguel tocaba ocasionalmente. Y lo envolvió primorosamente en un paño, y lo guardó
entre su ropa. Y así permaneció todos estos años, en silencio, en la cercanía y apegado a sus llantos,
penas y mudanzas. De madre a hija, de hija a sobrina (2). Siempre en silencio y
sin encontrar un lugar definitivo. Hasta que ocho décadas después, ya entrado
el siglo XXI, Manuel, un sobrino-nieto lo acarició de nuevo…
…no es un ejemplar extraordinario, dijo
el luthier madrileño. Pero, sí, merecía la pena restaurarlo. Y eso hizo la
familia. En lugar de comprar un nuevo instrumento para el joven aficionado,
restauraron el de Miguel. Ese viejo violín de estudio, el que según decía la
abuela —en voz baja, como se contaban estas cosas— perteneció al hermano que
mataron en la guerra. Ese.
Ya hace más de ochenta
años que silenciaron a Miguel: «…eliminado en los primeros días del Glorioso
Movimiento Nacional…», decían los represores. Y es ahora cuando Manuel —ingeniero, aficionado violinista y sobrino-nieto
de aquel maestro republicano—, dos generaciones más tarde, lo hace sonar en la orquesta
de la Universidad Autónoma de Madrid y en la Camerata Musicalis…
…y no sé. Consuela
pensar que los asesinos han fracasado. Reconforta imaginarlo porque a pesar de
todos los intentos de criminalizar a hombres como Miguel Blanco Ferrer, y pese
al empeño en borrar su memoria y lo que representaban, en una de esas rocambolescas
venganzas que ofrece la vida, la historia se revuelve contra el olvido y planta
cara a la mentira: los asesinos han fracasado. Y lo han hecho porque, a pesar
de sus esfuerzos, siguen vivos los valores que pretendieron exterminar matando a
Miguel.
Suenan libres las
notas del viejo violín. Hoy las toca el hijo de su sobrina. Y con ellas, vuela la
memoria y la dignidad del joven republicano.
¡Salud, amigo!
Nota (1): AMEDE excava y exhuma los
cuerpos de la fosa común de San Fernando, con la colaboración del Ayuntamiento
de la ciudad, Diputación de Cádiz y Dirección General de la Memoria Democrática
de la Junta de Andalucía.
Nota (2): Gracias, Ana María.